El pueblo devastado que anhela revivir

Santa Rita es un corregimiento de Magdalena formado por una procesión de esqueletos despellejados que no va a ningún lado. Ruinas de más de 350 viviendas, desmoronándose en la arena de las calles que enmarcan.

Hace 10 años se les fue la vida. Sus 3.800 habitantes escaparon ante el olor de fusiles y el rumor de botas marchantes. Hoy, el único olor entre los cadáveres de cemento es del sancocho vegetariano que prepara Aura Eucaris Retamozo, y el mayor ruido es el eco de un vallenato llorón en sus paredes huecas.

Santa Rita está en ceremonia de desenguayabe. Batalla contra una resaca más reciente que la dejada por la violencia. El arma de Aura es “sopita de enfermo”, sin carne, por escasez, no por convicción. Tiene 72 años, una cuchara de palo del color de su piel, una olla plateada, quemada igual que sus pelos, y un fogón de leña ardiendo como su entusiasmo. No decae ni cuando recuerda a su sobrino Blas, uno de los más de 40 asesinados entre septiembre de 1999 y febrero de 2000.

“Allá me sentía sin ímpetu. Ni cogía moto”, sonríe y cierra la frase agitando la cabeza. Explica por qué se vino sola de Barranquilla, donde se refugió por una década con sus 4 hijas. Trabajan como empleadas domésticas, “buscaron marido” y se casaron. “Pero éste es el pueblo de uno. Uno se rebusca y puede vivir”, interrumpe para saludar a alguien que pasa.

“Me viera ahora. Será el aire de acá”. Desde el desplazamiento han muerto 80 ancianos que habían expresado su anhelo de volver a respirar el aire de Santa Rita. “Los viejos se murieron de capricho”, así lo entiende Luis Herrera, el flaco de gorra que saluda Aura.

Son las 10 de la mañana. Es sábado de cielo gris. No hay árboles o brisa. Sólo por el resonar del acordeón se adivinaba que Aura no es la única que regresó. De las 450 familias que se ganaron el rótulo de ‘desplazados de la violencia’, han vuelto 81. Pero hubo que esperar 10 minutos para ver a otro santarritero caminar lento entre el vecindario de zombies melancólicos.

Vecindario sin colegio, puesto de salud o alcantarillas. El acueducto funciona cuando quiere, y sin limpiar el agua. La energía eléctrica llega desde diciembre de 2009 a una sola cuadra.

Basta para que funcione una tienda que no ofrece más de 10 productos, y la cantina ‘No te Pases’: una nevera llena de cervezas, 2 parlantes tamaño persona, sillas, y un techo de paja. Poco más se necesita para celebrar. En un rincón despejan las dudas dos pirámides, cada una de 30 botellas de aguardiente vacías.

A Luis, 43 años, aún le duele la cabeza. Se detiene frente a la cantina para saludar a Carlos Pertuz, otro flaco de gorra que llegó de Remolino. Es la cabecera municipal, a 45 minutos por una trocha de fango seco.

Volví a enganchar, otra vez… es el llanto que a las 11 de la mañana inunda las calles vacías desde los parlantes. 3 clientes piden cervezas, y vuelven a enganchar la fiesta.

Los primeros en intentar volver a engancharse a vivir en Santa Rita fueron Luis y Casta, su mamá. Señala la iglesia, a espaldas está el caño Condazo, cerco natural que los surte de migajas de agua y pescado.

La tierra que rodea el templo asemeja un manto de ceniza, salitre sin brillo. Es la primera edificación que se divisa de lejos, y parece la única ilesa. Mas en su pared roja siguen las marcas de los tiros que recibió la primera víctima, el profesor Mariano Pertuz. Las cubren tachones de cemento, con cruces temblorosas talladas a dedo.

Luis quiere escribir un libro con los recuerdos que guarda de todo. La noche del 16 de septiembre del 99 mataron a una pareja de esposos frente a todo el pueblo; el 16 de octubre, a 5 tenderos; el 10 de febrero, a 4 pescadores. Esa semana huyeron los santarriteros que quedaban; corrió el rumor de que volvería la horda paramilitar.

De las otras víctimas no hay fechas, simplemente un día ya no estaban. Cuando no quedó nadie, los violentos quemaron los techos de las casas de paja; arrancaron toda teja, puerta, ventana y poste de energía; desenterraron los tubos de alcantarillado y sepultaron todo medio para volver. Dejaron solo cascarones vacíos.

Los restos desnudos de una casa revelan puertas altas, columnas de tornillos y molduras con adornos, 5 cuartos, 2 baños, sala, comedor, cocina, patio el doble de grande y alberca de 3 metros, tapada por una especie de coágulo de sangre. “Era un pueblo próspero. Todos tenían mínimo 6 vaquitas, y cultivos. Había 6 queseras”.

Lo que se sembraba y se preparaba se llevaba a comerciar a Remolino. Ya no. Luis y los que han vuelto siembran lo que comen, comen lo que pescan. No es problema. “Estamos mejor que desplazados. Nos echaban de un lado a otro. Aquí tenemos lo nuestro”. La seguridad también dejó de preocupar. La Policía y el Ejército hacen rondas 4 veces por semana.

“El problema son las casas. Por eso no se viene la gente”. Están a medio comenzar las obras de 42 viviendas, y el mejoramiento de 80, estancadas por líos administrativos. Cideal, organismo de cooperación internacional, ampliará otras 120 edificadas por la Nación. Vinieron con “un cuartico y un baño. No eran solución. Aquí se vivía bien”, añora Luis.

Esas casas construidas para que los santarriteros regresen cabrían más de 5 veces en una de sus viejas habitaciones. Cubículos en obra negra, incrustados entre los restos de las paredes que seguían en pie. Una maqueta empezada a construir por un niño, que se cansó, dejó la mayoría de casas a la mitad, y otras las destrozó en una pataleta: así es Santa Rita.

“Yo sí vuelvo, pero no así. La gente está pasando trabajo”, dice frente a ese panorama Carlos Pertuz, 23 años. Tenía 13 cuando vio acribillar a sus papás. Lleva esa imagen como una cicatriz en su mente, pero quiere regresar. El tiempo cosió la herida, ahora falta “luz, agua, dignidad”, para que no la reabra la miseria de las casas cadavéricas y sus fantasmas.

Carlos tiene fe en que unos cuantos arreglos bastarían para resucitar la procesión de esqueletos mutilados, y verlos reencarnar en casonas habitables. Planea criar a su hijo en estas tierras en que derramó sangre su papá. Lo llamó Andrés Avelino, como el abuelo.

Aura, en su rancho, tiene lo que quería. Terminó el caldo.

Va a tomar una siesta en hamaca. Le gusta recordar las procesiones que hacía con sus vecinas de siempre, ancianas no esqueléticas. Las extraña.

“Tienen miedo. No hay que pasar de la ciénaga, por ahí está esa gente, pero Dios tiene que ampararnos”. En el fondo retumban ahora metralletas de tambores de champeta. Cualquier bulla es una bendición, comparada con los disparos que solían quitarle el sueño. Aún cuando dejaban de sonar.

Una de las tragedias

Carlos Pertuz relata que a las 4 de la madrugada de un día hace 10 años, un grupo de hombres armados partieron las puertas de su casa, y arrastraron a Andrés y Margarita, papá y mamá. A Carlos y a tres de sus cuatro hermanos los metieron a una casa vecina. Desde las ventanas vieron todo. A punto de ser fusilado, Andrés lloraba y gritaba el nombre de su hijo menor. No vio que lo sacaron. Temía que lo hubieran matado. El niño se había escondido debajo de la cama, fue el único que no vio a sus padres desplomarse tras el ruido seco de los disparos. “No éramos ricos, pero no pasábamos necesidad. Mi papá era técnico de fútbol y vendía bolita”.

Un proyecto certificado, con cooperación internacional

Juan Carlos Fernández, delegado de Cideal en Colombia, explica que está en marcha un plan piloto de retorno de desplazados, establecido como una prioridad del Gobierno. Dio en 2008 garantía de las condiciones de seguridad en la zona, y solicitó apoyo internacional para garantizar la dignidad. Además de construir 120 viviendas, Cideal articula los esfuerzos de un grupo de organizaciones para brindar asistencia psicosocial y darles a los santarriteros servicios básicos, salud y educación. Están capacitando a 28 en manejo de cultivos. La Alcaldía de Remolino ha entregado 17 de 69 casas que planea construir, aparte 122 esperan un trámite de Banagrario. Anunció el inicio de obras de una planta de tratamiento.

 

Por Iván Bernal Marín

Crónica parte del proyecto «Por el retorno»
Ganador premio Semana Petrobras al Periodismo Regional 2010.

Fotos: Luis Rodríguez Lezama
Publicada en la revista Latitud del diario El Heraldo
http://www.elheraldo.co

Acerca de Iván Bernal Marín

Editor y periodista con estudios en filosofía. “La libertad del cronista permite contar mejor la verdad”, EMcC.
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