La última pelea de Cassiani

«El boxeador, como dice Joaquín, se conoce en el ring”.
Systema Solar, (Champe Tabluo).

Ay de quien intente robarse algo en la calle 85 con carrera 52. Se tropezaría con los 63 años de furia y frustración atrapados en los nudillos de Manuel Cassiani Salinas, el cuidador de carros con el que ningún ladrón de retrovisores o antenas de ocasión quisiera cruzarse jamás.

— Yo hice ciento y pico de peleas. Al que le tocara yo era un dolor de cabeza.

El sudor pone a brillar el negro de su calva bajo el sol. Al fondo, el tráfico del mediodía deja una mancha veloz. Enmarca un improvisado cuadrilátero urbano, en una terraza de baldosas rojas del norte barranquillero que en las noches sirve de plaza de comidas rápidas. Nada tan rápido como los puños del viejo palenquero en una repentina exhibición de vigencia. Una tras otra, sus ráfagas muerden el aire como un manojo de cobras hipnotizadas por un mapalé frenético. Gotas vuelan detrás de los ganchos y swings. Destellan y salpican la sombra que baila a su alrededor.

Los recuerdos llegan como jabs y lo dejan contra las cuerdas cuando intenta reconstruir su historia. Los golpes de la vida han hecho mella en el sandbag de su memoria. La arena se riega, y las derrotas, los triunfos, las deudas, el exilio en Venezuela, todo, queda mezclado sin orden alguno. Dice que se alzó como campeón nacional en la arena de la plaza de toros la Santamaría en Bogotá, que ganó una medalla en unos Juegos del 71 y que en el Coliseo Cubierto Humberto Perea miles iban a verlo y lo aclamaban como el sucesor de Bernardo Caraballo. No conserva recortes, ni trofeos, ni medallas de nada. Ahora caza “limosnas”, como llama a las monedas que le dan en esta esquina, tras un largo nocaut que comenzó con un diagnóstico médico.

— Yo era un boxeador que me movía mucho. Como es este que pelea con Pacquiao.

— ¿Mayweather?

— Yo tenía ese estilo pero más fino, un estilo más cerquita. Era difícil, difícil.

 

En un cuarto de la casa de su hijo mayor, en el barrio San Felipe, Manuel contempla algunas de las medallas que ha ganado su descendencia. No conserva ni una de las que él ganó.

 

Muchos Cassianis aparecen al googlear el apellido, pero no hay tanto de Manuel. Figura en la página web del Banco de la República en un listado de boxeadores ilustres originarios de San Basilio de Palenque, junto a Antonio Cervantes ‘Kid Pambelé’, Ricardo y Prudencio Cardona y otros, bajo el título ‘Rivalidad y guerreo’. Es un apartado de una investigación antropológica de 1979 sobre esa población fundada por esclavos africanos fugados en la época de la colonia. Manuel llegó desde los 3 años a Barranquilla y siempre peleó por Atlántico. Es uno de los 25 hijos que tuvo la pareja palenquera conformada por el agricultor Rubiano Cassiani Cañate y la cantante Dolores Salinas Cáceres.

— La que cantaba ‘La maldita vieja’. La de Las Alegres Ambulancias.

Para encontrar la primera referencia pública de su nombre hay que remitirse a las hojas del periódico que se imprimió el martes 4 de mayo de 1971. El papel está amarillento, tan delgado que parece a punto de quebrarse en los dedos. Pero aún se lee bien la tinta negra. Ese día se anunciaba una pelea de Manuel como parte de una “sensacional velada boxística” con 11 combates en el Coliseo.

Luego, en la edición del lunes 10 de mayo, se lee el resultado:

“El buen prospecto de Manuel Cassiani se apuntó un triunfo más en su corta carrera, al vencer por decisión al cordobés Antonio Wagner, luego de haber derribado en la tercera vuelta con una buena combinación de golpes. Cassiani boxeó en forma inteligente y evidenció poseer tremenda pegada para un púgil de su división (mosca)”.

— Yo siempre entendí que el boxeo era pegar y no dejarse pegar.

Un conductor le paga a Manuel por haber estado vigilando su carro en la esquina de la carrera 52 con 85.

De golpe, Manuel interrumpe y corre. Alguien va a sacar una camioneta. Se sitúa atrás, abre una mano y en la otra gira un trapo rojo para guiar al conductor que se alista a navegar el río de tráfico.

Recibe la combinación rutinaria. Dale, dale. Aguanta, aguanta. Bien cuidado, ahí, ahí, patrón. Manuel se conserva delgado, con piernas y brazos aún fornidos detrás de una pantaloneta y una camiseta ajustadas. Solo las arrugas que se le apilan encima de las cejas develan su edad. Y sus manos. Las culebras de sus puños tienen piel de elefante, áspera y atravesada por marcas que los hacen ver cual bloques de cemento. Son su herramienta para ayudar a entrar y salir a los que se estacionan en el andén. Dos pares de nudillos emergen como colmillos esculpidos en roca ancestral.

— Hay personas buenas que dan $1.000, a veces $2.000. A veces hay humillaciones. Yo digo que para dar $50, o $100, mejor decir no, que mañana o después. ¿No crees? Otros se me van sin nada, fum fum fum.

Lanza un par de manotazos. En un buen día alcanza a recoger hasta $19.000. Para eso debe llegar alrededor de las 9 de la mañana y quedarse hasta la medianoche. De cierto modo, continúa en el negocio de los golpes. Solo que ahora se dedica a evitar que se los den a los carros de otros.

— Esto tiene una pequeña obligación, que parece que no fuera tan comprometida. ¿No agradeces tú que alguien te ayude cuando ves una cola de carros detrás de ti? ¿Qué tal que vayas saliendo y pum, chocas a uno o te chocan a ti? Vas a pagar más de lo que le des al que te esté ayudando. Muchos no ven eso.

 

¿Qué pasó, Cassiani?

No fueron unos guantes los que noquearon a Manuel Cassiani y lo sacaron del boxeo, sino un estetoscopio. Sentado en su esquina en un taburete bajo la sombra, habla de cómo emigró a Venezuela y sobrevivió 30 años allá, primero vendiendo frutas y luego como guardia en un centro comercial. Entonces llega el recuerdo, lo levanta y lo pone en guardia. La noche en que recibió un puñetazo recto al espíritu aparece clara, aunque las fechas y el evento en que sucedió varíen en su memoria.

Empieza a dar pequeños brincos y pasos laterales, como hacía en la orilla del ring mientras esperaba que anunciaran su nombre para subir a pelear contra el cartagenero Martín Valdéz. “Es mi compadre, pero yo le iba a ganar”, afirma y atenaza el aire con las fauces de su puño. Estaba por perder mucho más que una pelea.

El día de la final en Lima, Perú. Cassiani es el primero de derecha a izquierda en esta foto de archivo, junto a la delegación colombiana en el Torneo Latinoamericano de 1972. Esa noche el palenquero ganaría una medalla de oro, el máximo hito de su truncada carrera.

Un dedo acusatorio apareció. El presidente de la Federación Colombiana de Boxeo, Alfonso Múnera Cabas, lo señalaba al pecho y sentenciaba algo que Manuel ya sabía, pero no aceptaba.

“Cassiani, tú no puedes pelear. Tú tienes soplo en el corazón, tú tienes soplo en el corazón…”, repite el viejo, en un intento de imitar a su verdugo que termina en silencio resignado.

“Ahí fue cuando yo salí llorando”. Del rudo muchachito de 18 años que se abría paso a los golpes no quedó nada, se desgajó en lágrimas como las que ahora empiezan a revivir en las cuencas de sus arrugas.

“Quería hacer lo que cualquier deportista aspira, ser campeón. Estaba en mis mejores tiempos. Me quitaron mis ilusiones”. Fue en Manizales. Dice que era una velada clasificatoria para unos Juegos Centroamericanos en Costa Rica. Dice que le hicieron una jugarreta para quitarle un cupo a Atlántico, para que Bolívar fuera el departamento con más representantes en la selección colombiana. La Federación de Boxeo estaba dominada por bolivarenses. “Se jactaban de eso”.

Días antes, un médico le había dado la noticia, sin más análisis ni exámenes que una revisión general.

— Cassiani, ¿cuántos años tienes tú?

— Tengo 18, doctor. ¿Por qué?

— Porque si quieres durar 60 años tienes que retirarte del boxeo. Tienes soplo en el corazón.

— Usted no puede decirme que tengo eso, si yo fui campeón nacional de boxeo. Y juego fútbol, mi primer deporte fue el fútbol. Cómo me va a decir que tengo soplo en el corazón.

— No, usted no puede saber más que yo.

— El que no puede saber más que yo es usted, porque yo soy el que me siento, el organismo es mío.

En el almanaque de recuerdos que Manuel guarda con celo está esa conversación que lo mandó a la lona. No tenía forma de demostrar que el diagnóstico fuera equivocado. Provenía de una familia humilde, sin medios para pagarle un electrocardiograma. Colgó los guantes por cuatro años. Su pareja vendía bollos, y con eso sobrevivían. Dice que nadie lo contrataba por la supuesta lesión cardiaca que sufría. “Un soplo de maldad, para perjudicar a una persona”.

Volvió detrás de un sueño, amparado por una promesa de una pensión. Pero no tiene cómo demostrar sus triunfos

Quedó sin rumbo, preguntándoles a sus conocidos cómo se sentía un soplo en el corazón y agitándose con cualquier caminata. Empezó a fumar. “Me quitaron lo mejor de mi vida”. Con el tiempo se le olvidaron las recomendaciones médicas y un domingo de racha se sorprendió jugando bola e’ trapo durante horas. Como la línea que ganaba se quedaba, estuvo desde las 9 a.m. hasta las 3 de la tarde. “Si tuvieras eso te habrías desmayado”, le dijeron los vecinos. Se presentó al gimnasio de nuevo.

Alcanzó a meterse en una selección que partía para Guadalajara, México. Antes de viajar lo llevaron a una clínica, para valorarlo. Al boxeador que cuida carros se le vuelven a humedecer los ojos cuando recuerda la conclusión de las pruebas médicas que le practicaron. Lo pusieron a correr, a subir y bajar escaleras con electrodos pegados a la piel.

“Cassiani, te felicito, tú no tienes nada”, le dijo el médico samario Jaime Fernández.

Entonces volvió a llorar.

Pero ya era muy tarde. Manuel dice que ya no era lo mismo, que le quitaron el “hambre y el entusiasmo” y lo llenaron de “sicosis”. Clasificó en peso gallo, 3 kilos arriba de mosca. Le faltaba ritmo.

En la cuarta pelea lo noquearon. Salió de las cuerdas con la mano baja y lo último que sintió fue un gancho, un “mamonazo”, en la mandíbula.

Cuando abrió los ojos estaba en un hospital, con una orden de reposo por tres meses.

— Me decepcioné, me llené de resentimiento con Colombia, porque me quitaron lo mejor que tenía yo, que eran mis puños. Yo quería llegar a donde quiere llegar todo el mundo, ser campeón del mundo. Y yo sabía que iba a llegar. Porque todos los boxeadores y entrenadores que venían aquí a Colombia, aquí a Barranquilla, y me veían entrenar, me veían mantear, lo veían. “Chamo, cuídate, que vas a ser campeón del mundo”, me dijo el propio Pambelé, el entrenador nicaragüense. “Nunca he visto un muchacho golpear el sandbag como este tipo”, dijo Ismael Laguna, que vino a dar un curso como entrenador.

Cassiani se fue para Caracas, a pelear en otra división de la vida, donde nadie lo conociera. En 2015 volvió detrás de un sueño, por una carta que recibió en el consulado de Colombia en Venezuela con la promesa de una pensión de indemnización. Pero no tiene cómo demostrar sus triunfos o certificar tal promesa. En el camino le robaron todo. Y pocos lo recuerdan como para constatar su historia.

El exboxeador recorre el viejo lote donde alguna vez tuvo una casa propia, que se derrumbó como todo lo demás.

“Era un boxeador muy técnico, con gran defensa y movimientos finos. Un artista del ring”, dice el veterano periodista Estewil Quesada, acreditado por una memoria prodigiosa que le ha hecho merecer el título de la Biblia del Box. Seguramente lo han leído. Cuando le pregunté por Manuel, lo recordó inmediatamente. Era un niño cuando escuchó sus peleas por radio, narradas por Édgar Perea. “Lo veía muy cerca de mi barrio. Era una figura”.

El título nacional que Cassiani ganó fue el de peso mosca como aficionado, en Bogotá, en 1971. Además recibió el trofeo del Boxeador Más Técnico, lo cual equivale a ser considerado el mejor de todas las categorías. Estuvo preseleccionado para los Juegos Olímpicos de Múnich en el 72, pero no le alcanzó. Luego ganó oro en un torneo Latinoamericano en Lima, Perú. “En la final de Bogotá le ganó a Martín Valdés”, dice Quesada, portador de uno de los últimos rastros de la gloria de Manuel.

El round final

Cassiani sonríe en la sala de la casa de Manuel Jr., el mayor de sus ocho hijos. Allí, en un rincón, está el catre en el que duerme y el maletín en el que guarda toda su ropa. “En Venezuela dejé unos cuantos pequeños”, dice. La sonrisa deja ver un par de colmillos de oro que lo acercan así sea unos miligramos al multimillonario Floyd Mayweather. Su nuera, Zurelly, es la hija del campeón mundial palenquero Ricardo Cardona, quien defendió cinco veces el título. Está preparando huevos revueltos con tomate y cebolla de desayuno. Un perro al que llamaron Trump ladra en el patio.

Es una casa de rejas oxidadas y fachada sin pintar, en San Felipe, el barrio en el que Manuel se formó como boxeador entrenando con Camilo Morales. Dice que siempre, desde niño, fue peleonero.

En Caracas debió batirse con un par en las calles. Lo desafiaban para medirse y poner a prueba la fecha de expiración de su gloria.

 

Manuel recuerda sus épocas como pugilista ante la mirada de su hijo Alexis, exfutbolista.

En las paredes de los cuartos cuelgan medallas y trofeos de plástico que han perdido su brillo, y afiches de sonrientes niños futbolistas. Manuel Jr. es entrenador de la escuela Neogranadina, y sus hermanos Oyarvides y Alexis jugaron en varios equipos del fútbol profesional. Del antiguo esplendor del viejo Manuel no hay ni una foto. Insiste en que el consulado le prometió una pensión, pero que, sin papeles, no ha podido hacer ninguna gestión. “Lo que pasa es que la cartica se me perdió”, y debe pasar los días cuidando carros para pagar el pan. Pide que lo acompañe a un lote donde levantó una casa antes de abandonar el país. Recuerda que le costó 15 pesos. A pocas cuadras, en una callejuela de techos apiñados en Nueva Colombia, está el vacío del hogar que se le derrumbó junto a todo lo demás.

Manuel camina entre los escombros, neumáticos viejos y tarros de plástico regados por allí entre los matorrales.

— “Que me ayuden siquiera con unos bloques, para parar esto”, dice bajo el sol.

Los vecinos empiezan a quejarse al ver cámaras y grabadoras periodísticas. Uno que tiene una camisilla blanca que no le alcanza a cubrir la barriga sale con un dedo acusador. Grita que el lugar donde quedaba la casa de Cassiani está convertido hoy en un nido de ratas, un basurero en el que los ladrones se esconden en las noches. Él no les hace frente.

Aunque calle, el boxeador en él no ha dejado de pelear.

La certeza que se esconde entre sus recuerdos perdidos es su vitamina. Las víboras que duermen en sus manos quieren despertar. Pero no para morder ni moler a golpes a nadie. Solo para empuñar una pala y levantarles una casa a sus nietos.

 

Por Iván Bernal Marín
Fotos: César Bolívar

Crónica publicada originalmente en el diario El Heraldo, el 19 de febrero de 2017.
https://www.elheraldo.co/barranquilla/la-ultima-pelea-de-manuel-cassiani-330008

Acerca de Iván Bernal Marín

Editor y periodista con estudios en filosofía. “La libertad del cronista permite contar mejor la verdad”, EMcC.
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