Un suave movimiento de la mano basta para que la avioneta se ladee de súbito. Surca el aire a 180 kilómetros por hora. En la ventana la tierra gira; pasan deprisa el cielo y el filo en que se funde con el mar, y aparece el suelo barranquillero. A 1.000 metros de altura la vista del matorral de edificos convierte el abdomen en un vacío frío. El estómago, los intestinos y todo parece recogerse en torno a la columna.
“Eso, un poquito y ya”, grita Carlos Urueta para lograr que sus instrucciones se escuchen por encima del gruñido de la hélice. Es un instructor de vuelo de la escuela Protécnica, que intenta explicar una clase práctica a dos periodistas entre las nubes. Lentes negros cubren su mirada rugosa.
En la avioneta no hay aire acondicionado. Vuela bañada por el sol, inclemente como de costumbre. El cuerpo metálico hierve. Cada cinco minutos, Carlos abre una escotilla en su ventana para que la brisa ventile la cabina. Saca las manos, y cede el mando brevemente.
En el despegue el motor ruge, la silla tiembla y la pista alrededor se transforma en una estela que va desapareciendo. Cesa el traqueteo y sin notarlo se está en el aire. El panorama se mueve lento y se añora la adrenalina del comienzo. Pilotear exige tacto y cuidado, más que pericia o nervios de acero.
Es como caminar con una sopa caliente, llena hasta el tope.
Si se inclina mucho de un lado, se queman los dedos. Para compensar hay que inclinar el plato al otro lado, y balancear hasta lograr la estabilidad.
Ocurre lo mismo con las alas. El nivel de la sopa lo dicta un avioncito que gira a su compás, dibujado en una esfera. Ilustra la alineación respecto al horizonte. Intentar equilibrarlo es lo único que vale para el principiante, pues pierde la noción de dónde queda el arriba y el abajo. Está en juego la vida, no un manchón de sopa en el piso.
A la hélice se le inyecta potencia elevando una palanca. El timón recuerda los cachos del manubrio de una bicicleta. Si se empuja, el avión empina la nariz; si se hala, la alza; si se gira, voltea. “¿Si ve? Es muy sensible. Dele tranquilo. Afloje un poco los brazos”. Carlos señala en un tablero los indicadores de velocidad, altura, ascenso y ubicación. Revisó su funcionamiento antes de iniciar el vuelo. Es lo primero que les explica a los que se suben con el anhelo de convertirse en pilotos. “Aquí es que aprenden”. También inspeccionó el motor, las llantas, la hélice, y hasta los tornillos del aula flotante.
Fue necesario, aunque hace menos de media hora Fernando Torné Celin, un estudiante de 18 años, haya hecho en dos ocasiones la misma revisión al mismo aeroplano; antes de despegar y tras aterrizar.
“Siempre hay que preparar todo. Uno va a arriesgar la vida por su pasión”. Habla sin asomo de nervios, aplomado.
Estuvo una hora practicando una vuelta aérea de 360 grados, solo, encima de la alfombra del mar Caribe. “Por la teoría sabes cómo va a responder el avión”. Alterna sus vuelos prácticos con lecciones de aerodinámica, radiotelefonía, regulaciones y motores. Se prepara para ser piloto de aviones comerciales, como los que corría a saludar en el patio de su casa, cuando era un niño y los oía pasar.
Sus papás lo llevaban al aeropuerto sólo para que se tomara fotos con los aviones. Es posible que un niño lo haya fotografiado a él hace unos minutos, mientras aterrizaba.
Fernando empezó su formación hace seis meses. Suma 85 horas de vuelo, con la que acaba de terminar. Le faltan seis meses. Alcanzará 201 horas en el aire, y una licencia de vuelo.
El instructor Carlos lleva 31 años volando todos los días. Perdió la cuenta de sus horas en el cielo. La avioneta que pilotea a diario suma 28 mil. No tiene idea de cuántos pilotos ha preparado. Anualmente ingresan a Protécnica cerca de 15 alumnos. Se gradúan como pilotos comerciales alrededor de 8. Los demás, como privados, con menos horas de vuelo.
Pasan por fases de horas frente a un simulador, horas volando acompañados, horas volando solos, y horas viajando alrededor del país. Desde la primera, Carlos les suelta la aeronave. “Para que vayan tomando confianza”, y se acostumbren a la sensibilidad. “Esto es rutina”. A su lado los guía con un timón paralelo, que corrige cualquier exceso. Él aprendió manejando con palanca en una ‘mojarra’, como le decían al viejo avión PA18.
El de hoy es un PA28-151. Con “rutina” no se refiere a la sutileza necesaria para virar con sus manubrios. Habla de la minuciosa atención y concentración que se deben preservar siempre, para volver a tierra luego de mirar a Barranquilla como a una apiñada maqueta.
El ave metálica podría irse a pique vertiginosamente si un instante de distracción y brusquedad lo arranca de su deslizar sereno por las olas invisibles. Quedaría sumido en un torbellino de piruetas a la deriva. Esa idea explica que la tensión de los brazos sea imposible de liberar. Carlos insiste: “es sencillo”, como si eso calmara. Aunque admite que es más fácil ese otro vehículo que pilotea a diario, la camioneta en la que llega a la pista por la calle 30.
“Pero en el aire no tengo el estrés que hay en tierra. La aviación me relaja”, grita y ríe. Ninguna moto surge de la nada, nadie pita o grita en el retrovisor, ni brinca a limpiar el parabrisas.
En sus gafas se refleja un panorama azul, despejado frente a la cabina. La autopista de las nubes es enteramente suya.
Por Iván Bernal Marín
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