El Nobel, recordado por un buen amigo

Ramiro

Ramiro De La Espriella recuerda el amarillo en el amanecer literario de Gabriel García Márquez. No por las mariposas de Macondo, que apenas revoloteaban en su imaginación. Sino porque, en la realidad, lucía el color como un habitante más del pueblo mágico que soñó: en las medias.

El Gabo de calcetines estridentes y camisas raras es una postal de la década del 40 en Cartagena, que De La Espriella mantiene viva en su memoria de 91 años. “Lo conozco hace mil años”, dice el amigo vivo más antiguo del Nobel, en una hipérbole justa. Es un abogado que fue congresista fundador del Movimiento Revolucionario Liberal, y periodista y editorialista de El Espectador.

Se conocieron en 1948. A raíz del Bogotazo, Gabo interrumpió los estudios de derecho que adelantaba en la capital del país y llegó a Cartagena. Allí se vinculó al diario El Universal, y cultivó su amistad con los intelectuales de la época: Héctor Rojas Erazo, Gustavo Ibarra, Benjamín Herrera, Clemente Zabala y los hermanos Oscar y Ramiro De La Espriella.

Él, el único vivo, relata nombres y detalles con precisión a medida que camina por los pasillos de su apartamento en el norte de Bogotá. Entre muebles caobas de acabados curvos, muros de libros, botellas de whiskey, pinturas de corralejas y carnavales. Conserva la memoria aguda, como el “áspero bigote moscovita” que describió Gabo; y las energías, para hablar fuerte y patear una bola. Así hace correr a su única acompañante, una gata dorada llamada Dilma Rouseff.

El Nobel dijo, en más de una ocasión, que sus novelas no podían circular sin el visto bueno de Ramiro. En las épocas de El Universal, “iba todos los sábados a una finquita que teníamos en Turbaco, a leernos lo que estaba escribiendo”. Se trataba de un “novelón inmenso” llamado La Casa, escrito en un rollo de largas tiras de papel periódico. “De ahí salieron todas sus novelas fundamentales”, precisa ahora Ramiro, quien todavía se refiere al escritor como Gabito.

Eran lecturas al compás de vasos de ron con hielo y ciruelas pasas, que se prolongaban hasta la noche y terminaban en borracheras. Ramiro recuerda que cada semana la novela se hinchaba o se reducía, le entraban o le salían personajes. La audiencia etílica asistía al génesis de Cien Años de Soledad.

En el mar de anécdotas y situaciones cotidianas que compartió con Gabo, tuvo la oportunidad de pescar la que considera la semilla del realismo mágico. Un día se encontró en la gobernación de Bolívar con Gabriel Eligio, el papá del entonces escritor en ascenso. El viejo llamó “sinvergüenza” a su hijo, porque estaba en México y ni siquiera le escribía a la mamá. En su defensa, Ramiro interpeló que ya era considerado uno de los mejores cuentistas del continente. “¿Cuentista?, embustero… embustero es lo que es. Desde chiquito es así. Iba a una parte, veía algo, y llegaba a la casa contando otra cosa. Lo agrandaba todo”, le respondió el viejo fastidiado. Además, Gabriel Eligio se sentaba horas en la oficina de Ramiro, a contarle quien era, en su pueblo Aracataca, cada uno de los personajes de Cien Años de Soledad.

También asistió al origen de la leyenda genital de José Arcadio Buendía. Ramiro sabe que los falos descomunales que caracterizaban a los Buendía no provenían de una influencia de Rabelais, como señaló Vargas Llosa en Historia de un Deicidio. Eran inspirados en Antonio “Ñoli” Cabrales. Un amigo que se jactaba de tener un instrumento tan grande, que debía comprar dos tiquetes cuando iba a cine, y no podía meterlo al agua porque echaba humo y se le astillaría.

La última vez que Ramiro habló con García Márquez fue en 2007, cuando vino al Congreso de la Lengua Española en Cartagena. Gabo lo subió al escenario, para que lo acompañara en el homenaje que le hacían por la edición de un millón de ejemplares de Cien Años de Soledad. Tras ese encuentro, le envió sus memorias: Vivir para Contarla. 15 días después le llamó a preguntarle qué le había parecido. “Bastante mala”, contestó Ramiro. Ya le había sugerido antes que no escribiera más, que ya era un inmortal. En ese momento, Gabo le explicó por teléfono que no podía dejar de escribir, además se lo recomendaron los médicos para no perder la memoria. A lo que respondió: “¡Entonces no publiques!”.

Le habló con la misma franqueza fraternal de las tardes de ron y ciruelas en un patio. Cuando su padre los ponía a leer a Faulkner y Woolf, o cuando le llamaba la atención: “García, ¡hay que tener mucho valor civil para usar esos calcetines!”. Tenía razón. Mucho valor tuvo Gabito, para poner a volar la imaginación de toda la humanidad al tono de sus medias.

Por Iván Bernal Marín

Publicado originalmente en la edición de colección de Revista Semana en honor a Gabo, tras su muerte el 17 de abril de 2014.

Acerca de Iván Bernal Marín

Editor y periodista con estudios en filosofía. “La libertad del cronista permite contar mejor la verdad”, EMcC.
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