Vallenato en el páramo: un ventarrón de brisa helada

Ventarrón en acción

Armando, Aníbal y Carlos en acción

A cada verso, Armando Ramírez deja ver que la única caja que tiene es esa de madera que golpea entre las piernas.

En el lugar de la caja de dientes solo queda una larga encía. Junto a dos viejos flacos de sacos descosidos interrumpen, a las 9:30 de la noche, una bachata romanticona que lloraba desde una rockola en la tienda La Manduca, barrio Chapinero. Revienta un “¡perdone morenita que venga a estas horas!” a voces roncas y agudas. El resoplido metálico del acordeón se riega entre mesas llenas de cervezas, con 19 clientes sentados. El único que baila es el ojo de vidrio de Armando.

El cantante y cajero del conjunto “El Ventarrón” carece del instrumento esencial para comer. Y el guacharaquero-corista tiembla, con la boca torcida. Pero no desafinan, mientras el acordeonero Carlos González toca momificado. Un par de versos y en las mesas empiezan a mover los hombros. Carlos apenas mueve los brazos, sin evidenciar emoción; da la impresión de estar dormido, en un ataque de sonambulismo vallenato. Varios de los que escuchan ya se han levantado, les manotean e intentan acompañarlos en los coros. Sin éxito.

“El Ventarrón” suma 183 años de vallenato cachaco. Aníbal Echeverri, el guacharaquero, nació hace 68 años en Venecia, Antioquia. Armando hace 55 en Facatativa, Cundinamarca. Y el acordeonero Carlos es un bogotano modelo 1951. De ese año parecen sus desteñidos Hohner y vestido a cuadros.

Red.

Estos tres viejos cumplen 15 años recorriendo los fríos rincones de Bogotá, mercadeando en las calles el género musical costeño. Su ritmo pegadizo, su lírica, sus figuras y hasta su desfiguración, irrumpieron hace rato en la capital de Colombia.

Ya es historia: el vallenato colonizó emisoras y estaderos con un ejército de poesías sobre la realidad social. Hasta alzarse como el principal género del país, arrasó a su paso con el bambuco y la cumbia, típicos aires nacionales. No se libra aún de cierto rechazo por su origen popular; de que le llamen despectivamente “yuca”; pero con su vasta difusión el folclor de los acordeones ha conseguido permear todas las esferas sociales.

La red de discotecas especializadas es un indicio de esa penetración. Hace unos años solo había 3 Trampas Vallenatas, ahora hay 6 de estos establecimientos diseminados en Bogotá. Una en Galerías, en la calle 53 con 26, sector predilecto de los estudiantes. Cerca la acompañan Petra, el bar karaoke Maité, y Villanueva. En la avenida séptima hay 6 discotecas vallenatas desde la calle 47 a la 60, entre ellas: Tierradentro y Pa’ la vuelta. El dominio se expande más al norte, hacia la Zona T, sector de rumba estrato 6. Por la calle 85 están Trompeta y Acordeón, el Rincón de Rafael Ricardo y La Trampa VIP. Y en la 93, Matilde Lina y La Leyenda entrampan a los “yuqueros play”.

Además hay decenas de conjuntos que hacen lo mismo que “El Ventarrón”: ir de tienda en tienda ofreciendo “yuca” en vivo. Los hay de jóvenes como Jota Castro, con doble ventaja: por la edad y por ser costeños. Podría deducirse que el trabajo de los tres viejos es cada vez más complicado. Al contrario, su rancio producto es más popular que nunca.

El ventarrón

Peregrinaje.

“Aquí es que uno arranca, es patrimonio”, dice un tipo de sombrero vueltiao y mochila con el escudo del Atlético Nacional. El guacharaquero antioqueño Pedro Marengo se refiere a la calle 57 con Caracas; un amplio andén al pie de dos puestos de fritanga. Aquí se reúnen los músicos a esperar que los vengan a buscar o los llamen para un trabajo. Le llaman “La Playa”. A las 6:30 de la tarde hay 120 mariachis, boleristas y acordeoneros charlando, mientras pasan al frente olas de Transmilenios atiborrados.

Pedro es hijo de un barranquillero que terminó en tierras paisas por su trabajo como domador de caballos. Cobra $250 mil por una hora de serenata “con 5 músicos y sonido”. Si “El Ventarrón” lograra tocar 50 canciones en una noche, podría ganar lo que Pedro cobra en una hora.

Sentado en una tienda, esperando al acordeonero, Armando explica que cobran $5 mil por canción. Irán caminando de aquí hasta la calle 75, por la carrera 13. Hay unas 20 tiendas en el recorrido. Si tocan 3 canciones en la mitad de ellas, cada uno podrá llevarse $50 mil al bolsillo. Todo el alcohol que les brinden es un extra. Habla como canta, exagerando los gestos.

Sus rasgos, profundizados por las arrugas, se comprimen y estiran igual que un acordeón. Sobre su ausente caja dental, el cajero solo dice que “me descuidé y se me cayó”, y ríe develando a plenitud la encía desocupada. Canta canciones de Diomedes Díaz, Aníbal Velásquez y su favorito, Alfredo Gutiérrez.

“Comenzó tocando en los buses, y le calló la jeta a todo el mundo”, dice. “Este no tiene pata de gallo sino de avestruz”, dice el guacharaquero al lado, y empuja con un dedo la sien a su compañero. Ambos ríen y ríen. Él se había presentado ya como “Aníbal Echeverry Montoya, con una pata aquí y la otra en la olla”.

Sufrió un ataque de trombosis hace 8 años. “Cómo me habrá quedado de torcida la boca que yo mismo me oigo los secretos”. Las palabras se oyen atascadas. Desde los 8 años empezó a tocar acordeón; la parálisis lo condenó a la guacharaca. ¿Por qué vallenato? Sus razones son las mismas de Armando. “Lo escuchaba de pequeñito y me prendía”, dice sacando la lengua, abriendo las manos y revolviendo la cabeza tanto como puede. Vivió 20 años en Valledupar. Vino a Bogotá y conformó un conjunto. Dos de sus cuatro hijos murieron, y uno vive allá en la Costa.

“Ya que más quiere uno de la vida”, dice Aníbal, canoso y casi sin carne en los huesos. “Ya que carajo”, agrega Armando, bigotudo y sin dientes. Y sin un peso, los dos ríen.

Llega el acordeonero y parten a cazar costeños borrachos o nostálgicos cachacos. Encorvados van Armando y Carlos con un tinto. Aníbal va arrastrando la pierna tras de sí, también la mano con la guacharaca. Alta y delgadísima, se estira su sombra por la calle. Va despacio, pesado, casi a medio lado, y con los extremos del saco negro volando atrás. Se ve cual parca cinematográfica.

El tercer rechazo lo reciben en la tienda Lourdes, en la calle 64 con carrera 11, después de unos 20 minutos caminando. El cuarto lo reciben en una discoteca costeña, el Muelle Mackenzie.

En La Manduca, en la calle 68, una joven de Sahagún, Córdoba, convence a sus 5 bogotanos acompañantes de pagar una tanda al “ventarrón”. “Suenan excelente. El ritmo no se lleva en que se sea rolo”, dice la morena Pamela Cuadro. “Uno no paga, pero uno se mete como sapo”, dice el rolo Roland Galvis. Desde su silla en otra mesa, ondea las manos al compás del acordeón. Alguien grita el coro, dos segundos antes de que el ritmo llegue a ese momento.

Las caras de Aníbal y Armando parecen a punto de recibir una inyección mientras cantan. Reciben una cerveza y un trago de aguardiente, y se distienden. El alcohol surte un efecto conservador.

Les pagan tres canciones. $5 mil para cada uno. Seguirán caminando, y a las 11 de la noche ya estarán en la calle 73 con 10.

Estarán cansados; dos de ellos preferirán beber aguardiente en una tienda, mientras Carlos da pasos apartados. Él, el callado, fuma mirando el piso. A unas 18 cuadras de su punto de partida, quizá piense en lo lejos y desgastados que están. Como lo está el vallenato acá en el altiplano, de su cuna, por allá en Valledupar.

 

 

Por Iván Bernal Marín

Publicado en Latitud
Diario El Heraldo, 5 de junio de 2011

http://www.elheraldo.co/cronica/vallenato-en-el-paramo-un-ventarron-de-brisa-helada-24123

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Acerca de Iván Bernal Marín

Editor y periodista con estudios en filosofía. “La libertad del cronista permite contar mejor la verdad”, EMcC.
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