Podrías apostar que la joven que acaba de quitarse la tanga roja de un tirón, para arrojarla al público, es menor de edad. Sus muslos son apenas lo suficientemente gruesos para que quepa la cara entera de Amy Winehouse, en un tatuaje que parece una cicatriz mientras da giros y se toquetea agarrada a un tubo, entre rayos de neón. Se llama Juliana. Fuma y se ríe de su cara de niña en el patio de Isis, al final de su show. Respira profundo, y suelta una bocanada del cinismo más bello que puedas encontrar a las 2:30 de la mañana en Cartagena. Lo bueno de verse como una virgen es cobrarles más caro a los que les antoja pasar un rato con ella. Lo malo es cuando va a comprar cigarrillos y termina gritando cosas como: “¡Mira la hijueputa cédula!”.
De un tajo despeja toda posibilidad de ser uno de esos 140 casos de menores de edad explotados sexualmente que la Fundación Renacer dice atender cada año en esta ciudad, conocida como La Heroica. Juliana nació aquí hace 27 años, los mismos que tenía su ídolo británico al morir de sobredosis. Sobre su piel, Winehouse se ve mucho más vieja que ella. “Yo sí tengo que vivir”, dice y traga un poco de humo. Está encorvada en una silla. Abre y cruza las piernas dejándole el pudor a quienes la miran. Un melenudo, prospecto de cliente, se hizo una moña con su tanga de encajes. Por eso pasará el resto de la noche sin ropa interior, cubierta solo por un minúsculo vestido negro que apenas le tapa el cóccix. Quizá le ayude a conseguir demandas, para su oferta de $150.000 por hora. Con un par le bastará, podrá irse a dormir y guardar algo para la matrícula del próximo semestre de licenciatura en inglés. Y comprarles alimento a sus tres hijas, Ema, Macarena y Samy. Dos gatas y una perra callejeras, que ya no deben rebuscarse en los rincones desde que Juliana lo hace por ellas.
De día, Juliana es ‘rescatista’ de animales y se imagina estudiando veterinaria. De noche, es solo una más en Isis, que a su vez es solo uno más entre los bares donde se pueden encontrar prostitutas en el centro histórico. No cobran por la entrada y hay bailes eróticos permanentes. Han pasado unos 15 minutos desde que Juliana terminó su número; ya se ha perdido en la oscuridad. Hoy son 12 chicas. Unas bailan, otras esperan sentadas. Giselle, una caleña de ébano en la que cabrían cuatro julianas, y cuya minifalda semeja una palangana de frutas, cobra $260 mil por la hora; quien quiera sacarla del lugar y pasar toda la noche con ella debería pagar $700 mil. Con eso mantiene a su hija Sofía, de 6 años. Sitios como este, o como El paraíso del marino, están en lo profundo de las murallas. Fueron levantadas hace 400 años y no hay certezas sobre qué fue primero, si las prostitutas o las rocas. “Esta ciudad es prostibularia desde los tiempos de la colonia”, sentencia un hedonista local que está feliz de guiar este paseo inmoral, mientras no lo llame “putitour”. Para llegar a los bares hay que descifrar un pequeño laberinto entre calles que resultan idénticas; un puzzle de balcones de madera, arcos de mármol, portones, adoquines y grandes fachadas bañadas por lámparas amarillas, que esconde un festín al ritmo de música electrónica y reggaetón. Solo hay que hallar la puerta indicada y cruzar un callejón para entrar al lado B de la segunda ciudad más turística de Colombia, patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad que recibe en promedio 1,5 millones de visitantes al año. Y para lograrlo, basta llegar después de las 10 p.m. a la plaza de la Torre del Reloj, a la entrada del corralito de piedra. Entonces, dejarse guiar por los locales, como un pasajero de la noche, y andar y ver las estrellas salir del cielo y las esquinas.
All night, no.
Sillitas amarillas tapizan la plaza. Descargas de salsa retumban. Cuerpos sudados zapatean. Botellas pasan de mano en mano. Vendedores de dulces y cigarrillos merodean. Indigentes ofrecen volantes que promocionan lugares “donde tus sueños se hacen realidad”. Una flaca de cabellera rizada, moño rosado y short de jean da vueltas abajo del reloj. Dos policías hablan al lado de una moto parqueada. Una morena de piernas largas y atléticas, casi totalmente descubiertas, llega a su lado. Un tipo vende cervezas con una nevera de icopor bajo un árbol. Otro ofrece “periquito”, bolsitas de coca por $15.000. En voz baja dice que es seguro. “En el centro no pasa nada”, aunque pase de todo. Las bancas de madera alrededor se empiezan a llenar de mujeres de ropas cortas y cuerpos que se desbordan. Un tipo de casi dos metros en pantaloneta, blanco, flaco, rubio y medio calvo, se queda mirando a una. “Yo como que tengo cara de payasa, porque él me mira”, dice Caro, negra, esbelta y de larga melena, antes de acercársele. Tras unos minutos de negociación, no llegan a un acuerdo. Él quería “all night, all night” por solo $150 mil. Ella no es boba. Es experta en el manejo de lenguas, pero aclara que no solo en plano erótico. Además de inglés, habla italiano y portugués. A la estatua negra de Pedro de Heredia, fundador de la ciudad, le han salido tres tentáculos femeninos que se pavonean a sus pies. Con el pasar de los minutos crece la cantidad de jóvenes en telas ceñidas que cobran por un zoom anatómico, luego de breves charlas que comienzan con una sola pregunta: “¿Qué vamos a hacer?”. También crece la cantidad de tipos que llegan a buscarlas. 11 p.m. Islas humanas se forman sucesivamente, se desbaratan en taxis que arrancan repentinamente.
Es solo otro martes en Cartagena. Escenas como estas han sido plasmadas un montón de veces en trabajos periodísticos de distintas calañas. La prostitución en Cartagena hace rato sobrepasó el estatus de fantasma o secreto a voces. Hoy es más una verdad latente que no deja de incomodar, al estilo de una piña debajo del brazo. Una que muchos disfrutan comerse pero que nadie acepta. Aunque es legal. Cobró visibilidad internacional desde que los miembros del servicio secreto de Estados Unidos estuvieron involucrados en un escándalo en 2012, durante la VI Cumbre de las Américas. Y volvió a agitarse en octubre, por cuenta de una red de proxenetas que pretendía negociar a 25 menores de edad en una fiesta, y que fue desmantelada en un operativo de la Fiscalía y la ONG Operation Underground Railroad. Ese par de golpes mediáticos solo le imprimieron algo de turbulencia temporal a la cotidianidad sexual de la ciudad. Un recorrido un día cualquiera deja la impresión de que sus dinámicas se mantienen inalteradas, como si nada. Al margen de las putas apariencias, Cartagena no duerme, y cuando el sol se va pareciera tener más putas que señales de tránsito.
A un lado de la plaza vibra Tu Candela, destino obligado para el turista, ya sea que venga de Tokio o de Madrid, Cundinamarca. A sus afueras, bajo el rojo de su aviso de neón, una mujer recostada en un muro del Portal de los Dulces condensa a las 12:20 a.m. el fenómeno, en una frase que debe tener grado de lema en su gremio: “Si vienes a Cartagena y no te portas mal, es como si no hubieras venido. — se recorre los labios con la lengua y añade — Hay que portarse mal para pasarla bien”. Tiene su nombre inscrito en el collar: Laura. Vino de Manizales a trabajar un par de meses para llevarle los “aguinaldos” a su hijo de 4 años. “En una hora te hago de todo”. Eso promete por $75 mil, en un motel cercano que tiene una tarifa de $30 mil. Debe colgar ese anzuelo que desequilibra el ‘mercado’ afuera de la discoteca, pues dice que a ella y a muchas más no las dejan entrar por no estar “en la rosca”. Adentro, suena “¡Dios bendiga a Cartagena la fantástica!”, en voz de Carlos Vives. Gringos, europeos, peruanos, mexicanos y hasta cachacos se funden en una multitud de rondas de brincos, alucinados en una ceremonia de baile comunitario sin asomo de ritmo alguno, empapada de aguardiente, que recuerda a alguna fiesta de fin de año en una empresa de pesadilla. Todo el mundo baila con todo el mundo, desde David Guetta hasta “el cariño verdadero ni se compra ni se vende”, lo cual hace difícil identificar si las tres señoras de enormes redondeces y tatuajes voluminosos que permanecen solas en la barra esperan alguna transacción. Al rato, un grupo de israelíes se las lleva a su mesa. No parece el mejor lugar para portarse mal, pero es el más reconocido.
A la salida, de repente te puedes topar con una mujer como Carolina. Viene caminando directo a ti por la mitad de la calle solitaria; con cada paso convierte el asfalto en una pasarela, iluminada por los faros a los lados. Una caleña de veintitantos, de cabello corto, ojos grandes y mejillas rosadas. Un pequeño tesoro que no tardará en tomarse algún pirata. Es la prostituta más bonita que te podrías encontrar a las 3 de la mañana en Cartagena. Viste un jean que deja ver su abdomen delicado, una blusa escotada; una pinta que la hace parecer más una compañera universitaria que otra habitante de la noche. Va rumbo a un amanecedero, a Space. “$150 mil el rato… lo que te demores. ¿tienes afán?”. Como todas las demás, te sonreirá con coquetería; dirá que tú serías su primer cliente de la noche; te ofrecerá irse contigo a tu apartamento por unos billetes más, te dará su número de celular y estará dispuesta a estar contigo y un par de amigas, si quieres. A esto debe referirse la palabra “tentación”, pero afortunadamente esta no es una crónica de inmersión. Quizá solo sea que el alcohol ha empezado a producir su efecto en la percepción, y todas comienzan a verse más provocativas. Pero lejos de allí, ese sofisma se derrumba.
Martina, la original.
“Papi, te tengo la succionada de guasamalleta con gárgaras de bola, el salto del tigre, el helicóptero, la masacrada, la sopleteada de filtro…. ¡Y no me vayas a preguntar qué es!”. Interrumpe la enumeración que venía haciéndome al oído, se agarra las trenzas brillantes que le llegan a las nalgas y pela una dentadura de cocodrilo en una carcajada que le retuerce todo el cuerpo. Casi se alcanza a escuchar su graznido en medio del ruido de timbales y sintetizadores que sale de los bares a su alrededor, a las 3:20 am, en la calle conocida como la Media Luna.
Se llama Martina. “La original”, dice, para diferenciarse de una cantante de champeta que se apoda “la peligrosa”. Para encontrarla hay que atravesar el Camellón de los Mártires, un bulevar donde indigentes beben alcohol barato, bajo huevos de pegasos de metal que enmarcan una bahía. Le proponen a todo el que pasa “sex masaging” a cambio de monedas. A esta hora el sexo se convierte en una mercancía que cotiza a la baja.
Martina es una negra burlona con corpulencia de beisbolista, arropada en un manto negro semitransparente. Tiene manos robustas forradas de anillos. Se para en una esquina del barrio Getsemaní. Es, probablemente, la prostituta más fea que te podrías encontrar a esta y cualquier hora, hayas tomado o no. También, la que más servicios ofrece. Desde un lote en construcción, lanza su invitación. “Adoratrices del divino miembro, a la orden”, dice, y de repente solo son visibles los dientes tras el estallido de su risa en las sombras. “$70 mil por todo el repertorio”. Ya una vez se vio en problemas por promocionarse con ese kamasutra imaginario. “Tuve que hacerle todas a un viejito. Me dijo, -negra, vamos anotando apenas las hagamos-. Me tocó inventar porque no puedo comprometer mi credibilidad en mi círculo social”. Cuarentona, maciza. Es hija de un brasileño con una chocoana y tuvo un hijo con un noruego, pero es cartagenera. Hija de los contrastes abruptos que definen a esta ciudad de 980.000 habitantes, donde hoteles lujosos, cruceros y eventos internacionales son vecinos de barrios sin pavimentar, azotados por pandillas. Donde una mujer se siente feliz de ser reconocida por vender su cuerpo, y habla orgullosa de ganarse la vida “con la del medio, pa tu remedio”.
El sol empieza a amenazar. La luz del día mata a las chicas de la penumbra; les extingue la posibilidad de otro polvo, y algo más de dinero, a las Martinas, Caros, Lauras. “Te hago un masaje como si fuéramos novios, con cariñito. $200 mil por tres horas. Soy la mejor chupadora de Cartagena. ¡Te la chupo hasta que te canses!”. El eslogan publicitario lo recita Luz Dary a la salida del centro comercial Pierino Gallo, en el Laguito, sector de Boca Grande donde la prostitución también tiene su espacio. La morena de boca grande y labios carnosos suena afanada. Trabaja en las mañanas como masajista no-sexual en un spa, pero las pijas dan mucha más plata que las espaldas. Trata de cerrar este negocio para no irse en blanco. No es la única para quien esta amanecida de miércoles habrá sido en vano.
El reloj marca las 4. Todavía hay 15 florecitas nocturnas regadas por el jardín del centro comercial, sentadas, hablando entre sí, esperando que llegue alguien con más que preguntas y cotizaciones. Al fondo, los meseros del bar ‘La Dolce Vita’ han comenzado a recoger las mesas. Ya nadie ofrece nada. Solo se ven caras de resignación trasnochada por todos lados. Algunas han empezado a marchitar. Como Juliana al despedirse. La puta con cara de niña ya debe ir camino a casa, a volver a soñar con salvar el mundo una perra a la vez. Nada más queda. La competencia por los billetes estuvo dura. En Cartagena, a veces pareciera haber más prostitutas que clientes. Pero podrías apostar que no es así.
Por Iván Bernal Marín
Versión original publicada en la Revista Soho, como parte de la edición especial ‘Un día en Colombia’ que circuló en diciembre de 2014.
http://www.soho.com.co/zona-cronica/articulo/prostituta-baila-en-cartagena-cronica-de-ivan-bernal/36525
Excelente crónica, apenas deguste la entrada de la publicación fue imposible detener mi curiosidad por saber en que terminaba todo esto. Lastimosamente es una realidad que nadie en Colombia desconoce, solo que no se comenta en voz alta más bien las autoridades esconden el rostro como los avestruces y sueñan a creer que nadie vio el cuerpo inmenso que es, este problema social en Cartagena.