Solo una ciudad del mundo se puede recorrer rodando en un coco. Y en un par de vueltas, encontrar cantantes vendedoras de maní, afiladores de cuchillos con bicicletas transformers, mánagers de perros modelos y pequeños conatos de emprendimientos caseros cada dos cuadras, entre otras peripecias para exprimirle unos cuantos pesos más al socialismo. Aunque celebran que se asome en el panorama, en La Habana nadie se ha quedado sentado a esperar el postembargo.
Saúl García Castresana es el primero en una fila de cuatro coco-taxis al frente del Hotel Nacional. Una moto con tres puestos atrás bajo un cascarón redondo y amarillo, que deja al pasajero rodando a menos de un metro de los latones de los carros. Hay unos 140 en la ciudad, entre los que «están rotos y los que están vivos». Saúl promociona su servicio prometiendo recorridos por los lugares históricos más representativos, como la Bodeguita del Medio y el Floridita, «los bares de Hemingway». Cobra 20 CUC por una hora de servicio, o dos horas por 30 CUC. Los CUC es como se conocen a los «pesos convertibles», la moneda que manejan los turistas. Cada CUC equivale a unos 1,75 dólares, y es casi imposible encontrar algo por un precio menor a un CUC. Cada uno equivale a 25 pesos cubanos o nacionales, la monea que usan los locales y que está prohibida para los extranjeros.
Saúl lleva el coco-taxi entre palmeras melenudas y puntiagudos vehículos viejos que brillan como nuevos, en una galería de tonos pastel de amplios edificios art deco bordados por balcones con ropa colgada. «Con sabor a trópico», se lee en letras verdes atrás, arriba de la placa. El vehículo es del Estado, de la empresa oficial Cubataxi. Saúl trabaja desde las 5 de la mañana para pagar su alquiler, 9 dólares diarios, más la gasolina. En total le invierte unos 20 CUC por día, unos 35 dólares, sumando el 10% que debe destinar para los impuestos de funcionamiento al mes. El resto es suyo. «Al final del mes, sacas tú cuentas, según lo que trabajes, según el turismo». Con eso, Saúl sostiene a su hija, una niña de 10 años llamada Cynthia.
Saúl va pasando ahora por el malecón de siete kilómetros, la larga y ancha avenida que le da contorno a La Habana. «Ahorita verás, si Dios quiere y los americanos, los yates y cruceros llegando que no va a alcanzar toda la bahía», dice, señalando hacia la costa. Está poblada de jovencitos morenos en camisillas y short, rociados por chispazos salados de las olas. La Habana, sin embargo, no huele a mar. La Habana huele a gasolina.
GREMIO DEL TRANSPORT
La mayoría de carros que recorren las calles son viejas máquinas que tragan gasolina por montones. Algunos con motores que funcionan directamente con petróleo, como un Chevrolet del 51 parqueado frente a una réplica del Capitolio de Washington en pleno centro de La Habana vieja. «Dicen que este es un poquito más grande», afirma Saúl, que no ha salido de Cuba. El Chevrolet negro brillante, de luces redondas como ojos, capó inflado y defensa niquelada, es un taxi particular conducido por su dueño, Roberto Pérez. «Con la gasolina la veía muy negra», dice él, también negro, acerca de la decisión de adaptar el motor al petróleo. El litro le cuesta 1,2 CUC y le rinde para 12 kilómetros. Antes, solo alcanzaba unos 7 kilómetros por litro.
Roberto tiene 59 años y hace 20 compró el carro con el que hoy se gana la vida. Le instaló aire acondicionado: un ventilador de aspas verdes que le apunta a la cara. Es su segundo dueño. El propietario original fue un piloto de la armada estadounidense que se lo dio como regalo a su hija antes de la revolución. «Me costó 2.000 pesos nacionales. Serían unos 1.000 CUC hoy». Dice que en un día bueno puede ganar hasta 30 CUC. Pero hay días malos en que no hace ni 5.
Toda la isla transmite la sensación de que debe ser recorrida en estos vehículos clásicos con corpulencia de lanchas, y no en cocos. Adentro son amplios, frescos, como bajo una carpa de circo. Y puedes fumar, si te gustan esa clase de cosas. Pero la competencia está por todos lados. Las calles parecen estancadas en los 50. La Habana es un viaje al pasado, a un viejo esplendor que aguarda el momento de volver a brillar. Incluso el Estado renta estas máquinas de la nostalgia a los turistas que se sienten intrépidos. También hay taxis-antiguos menos relucientes, más oxidados y manchados, que prestan servicio colectivo por una ruta recta a cambio de 1 CUC.
«Maaaaaníiiiiiiiiiii»… es el canto que de súbito interrumpe una conversación. Aparece una mujer de gruesas trenzas que usa tres conos de cacahuate como micrófono, e insiste en que no le dejen de comprar porque ella aparece en videos en YouTube. Se siente famosa. En los hoteles en Cuba, el acceso a internet funciona mediante tarjetas que cuestan 4.59 CUC por hora. Es decir, alrededor de 7 dólares por 60 minutos de navegación. Son más de 15 mil pesos colombianos. Hay que raspar las tarjetas para develar dos códigos de 15 números cada uno, necesarios para lograr conectarse, lo que rara vez se consigue al primer intento. Solo tienen cupo para un dispositivo a la vez. El servicio es lento y se cae con frecuencia, cuando muchos huéspedes lo usan al tiempo. Funciona solo en el lobby. La banda no es muy ancha.
Hay días en que esta manicera contemporánea vende entre 10 y 15 paquetes de cacahuates. Se aprovisiona a diario con una bolsa de una libra, que compra por 13 pesos nacionales en el mercado. De ahí le salen 15 conos rellenos que vende por un CUC cada uno. Una rentabilidad que cualquier empresa gastronómica envidiaría. Ella lo atribuye todo a su canto. «Canto esa canción porque es la típica, cuando se iniciaron Los Pregoneros. Aquí en Cuba, Rita Montaner fue la primera que lo cantó. Bola de Nieve también». Así sostiene a su hijo Ramona Pérez, una mujer de 24 años que sin embargo no es nada de Roberto, el taxista , también Pérez, que se la ha quedado mirando todo el tiempo. «Aquí abunda mucho ese apellido», dice, ya seria.
Sobre el anuncio de Obama y Castro de reanudar las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba, Ramona se declara neutral. «No soy materialista». Roberto, como muchos otros, ve más beneficios familiares que económicos. «Es un alegrón, chico. Casi todos los cubanos tenemos familia allá, empezando por mí. Tengo una hija, un hermano, tres nietos. Ojalá y sin mucho lío los cubanos podrán ir de visita pronto. No quisiera irme definitivamente». Todos tienen algo que decir sobre lo que dijo Obama.
Saúl, su competencia en el sector transporte, coincide hablándole desde su coco-taxi. Él tiene 42 años en esta isla, y aunque reconoce que «el dinero de verdad que no alcanza», y que «lo poco que uno gana es para vivir más o menos», remata aclarando que «yo de aquí no quisiera irme nunca». Tal como el taxista Roberto, Saúl es un habanero con el orgullo intacto. Y entre los motivos de los problemas económicos de la isla tiene un espacio reservado para la autocrítica. «Nosotros derrochamos mucho cuando estaba el respaldo de la Unión Soviética. Se botó mucho. En 1990,
legó Gorbachov y la acabó. La cagó»
SACÁNDOLE FILO AL BOLSILLO
Un tipo largo, como de dos metros de alto, se dobla y se acurruca a pedalear en una bicicleta que no se mueve de su lugar, al pie de un restaurante típico cubano.
Guidomar Fernández modificó su medio de transporte. Con un par de varillas negras le ajustó una polea, gracias a la cual, la transforma en una estación de afilamiento de cuchillos y tijeras cuando encuentra un cliente que atienda el silbido de su ocarina. El instrumento de plástico con que promociona sus servicios ahora le cuelga del cuello. Guido viste una camisa rosada ancha, empapada en sudor, y una gorra negra. En un bolso deshilachado amarrado a la cintura guarda las lijas y otras herramientas que necesita. Forma parte de una red de 32 afiladores ciclistas, todos residentes del barrio Finca La Catalina. «Es una tradición». Ahora le saca filo a los cuchillos que usarán los turistas para cortar lomos de cerdo balsámico.
Explica que la bicicleta transformer no es idea suya. «La inventaron los hijos de un colega veterano, que ya no podía cargar la sillita porque estaba muy viejo». Guido cobra 10 pesos nacionales por un cuchillo. Si es un machete, cobra 25. No lleva la cuenta del número que alcanza a afilar en un buen día. Dice que pueden ser 400, 500, y que termina llevándose a casa «doscientos y pico de pesos».
Guido nació hace 43 años en el oriente de Cuba. Hace 10 empezó a afilar cuchillos para vivir. Le tocó. Tiene formación como maestro de panadería, pero cuando llegó a La Habana no tenía certificado de residencia, y sin eso, «no puedes trabajar en las cosas del Estado». Y todos los restaurantes eran del Estado. Se vino para acá en el llamado «periodo especial», cuando cayó el apoyo soviético y «no aparecía ropa, carne, por ningún lado». Sembró y sembró arroz hasta que pudo. Luego decidió probar suerte, buscar oportunidades en la capital del país. Tuvo que inventárselas. Hoy tiene ya todos sus papeles en orden y sus dos hijos nacieron en esta ciudad. Pero ha persistido en el oficio que lo sacó de apuros cuando más lo necesitaba.
A pocos metros se oye un pitido diferente, detrás del cual hay otra forma de subsistir en La Habana. También con bicicletas modificadas. Joelquis Dupuy viene empujando su bicicleta-carrito de paletas de chocolate. Le instaló una batería de carro para que mantenga la refrigeración. Una grabadora desbaratada con un pequeño amplificador y un reproductor MP3 lanzan la tonada que anuncia su llegada. «La compré y le armé esto… Las posibilidades
quí del cubano», dice, como justificándose. Es un habanero de 33 años, dos hijos y un tatuaje de araña en el cuello. Antes trabajaba en el mercado. Vende helados desde hace 4 años. «Esto acá es candela». Debe pagar cada mes unos 150 pesos nacionales por la patente, es decir, el carné que acredita su permiso para vender. Cada tres meses, debe pagar 200 más para un fondo de ahorro para cuando se retire. Sumas de dinero que contrastan con los 8 dólares que dice que se gana al día, tras vender «ciento y pico» de paletas. «Es bastante, pero hay que caminar». Compra los helados a un fabricante particular, que también tiene permiso y le paga un porcentaje al Gobierno. Un microempresario emergente, un poco más arriba en la cadena del ‘rebusque’ económico.
EL MÍNIMO
Hace 10 años Saúl dejó su oficio como panadero y tomó el manubrio del coco-taxi, que en cada vuelta parece a punto de voltearse. Alude que «el salario es muy malo con relación a los precios de las cosas». El salario básico para un empleado convencional es de 315 pesos cubanos, que equivalen a unos 15 CUC. Poco más de 10 dólares al mes.
No obstante, meseros como una rubia llamada Hadney, optan por esta alternaiva. Encuentran en las propinas una forma de aumentar sus ingresos y equilibrar sus canastas familiares. Ella trabaja en un bar de un hotel, todos los cuales son manejados por el Estado. Con algo de suerte y un gran esfuerzo por prestar un buen servicio puede recibir al menos una moneda de un CUC por cada cliente. Así, solo faltaría que llegaran 15 clientes, que le expresaran su gratitud monetariamente al final de un servicio, para ganar en un día todo el salario de un mes. También hay algunos que ofrecen propinas mayores
Ella, siempre sonriente desde detrás de la barra, explica que otra forma a la que recurren algunos para obtener ganancias es rentar habitaciones en sus casas. Los cubanos que tengan el espacio pueden tramitar una licencia para alquilar alcobas a turistas, hasta dos cuartos por cada hogar. Exige lo que llaman una patente y retribuir al menos el 10% de los ingresos. Es una de las reformas recientes en una economía que tiende a liberalizarse, paso a paso. Y el turismo se perfila como uno de los pilares más claros. Más ahora, en vísperas de un posible levantamiento del bloqueo económico impuesto por Estados Unidos hace 54 años. Desde Cuba hay 32 vuelos diarios a Miami. Al año llegan unos 3millones de turistas; 1 millón de ellos desde Canadá. Y se estima que tras lo anunciado por Obama, la cifra aumente a 5 millones exclusivamente desde Estados Unidos. La capacidad hotelera no está preparada, pero como Hadney explica, «muchos cubanos viven en casonas grandes. Personas que antes de la revolución trabajaban en esas casas. Se quedaron con ellas cuando los dueños se fueron». Ahora, incluso, las pueden vender
Es otro de los cambios que se han venido poniendo en marcha desde la llegada de Raúl Castro al poder, lo cual ha coincidido con el descenso del apoyo que llegaba desde Venezuela, país que afronta su propia crisis postchávez.
Tal como Hadney en el hotel NH Capri, los cabarets y bares están llenos de meseros que se esfuerzan por hacer de la propina el mejor modo de subsistir en Cuba. Así son los que atienden en el Floridita, la cuna de los daiquirís, donde hay un Ernest Hemingway de cobre eternamente sonriente. Cuesta creer que los que hacen nacer cocteles aquí sean funcionarios del Estado, pero indirectamente trabajan para él. El viejo y el bar están incrustados entre los edificios neoclásicos de La Habana vieja. Por donde se ven otros que recorren caminos más informales. Como un flaco que le puso un sombrero navideño a su perro salchicha, y cobra un CUC a quién se quiera retratar a su lado
LA NOCHE
Calles bañadas de amarillo pero siempre limpias. En La Habana es raro encontrar indigentes o perros callejeros, incluso después de que el sol se va. Hay tipos que pueden surgir de repente de las sombras a increpar a los cuatro vientos que el mínimo no les alcanza para comprar la leche para sus hijos, y que el turista asombrado que va pasando tiene la responsabilidad de ayudarlos. «¡Son 10 dólares al mes! No nos hagas esto», gritan. A las 10 de la noche, en el Malecón, un moreno de barba desaliñada se ofrece para tramitar la compra de una caja de habanos en la fábrica de Montecristo. “Los que fumaba el Che. Me das 25 CUC y yo te la traigo enterita». Promete un precio mucho menor que el que tienen los puros en las tiendas habilitadas para los turistas, donde un solo tabaco puede alcanzar los 20 dólares. Él dice que allá en el punto de venta, a cambio, le dan comida, arroz, granos, por hacer la diligencia.
Están otros como Yumiel, un joven fornido con afro estrambótico que ofrece su cuerpo abiertamente. Ante la negativa, recomienda al turista de turno que no vaya a pagar más de 20 CUC por estar con alguna chica, y que no se vaya a dormir después de estar con ella. Luego, pide al menos un CUC por la asesoría que brindó aunque nadie se la solicitara.
Afuera de los hoteles, sujetos de saco y corbata se suben –sin ser invitados- a los taxis en que se acaban de embarcar turistas que salen en busca de una noche de fiesta. Con risas y gestos de familiaridad ofrecen cuidarlos hasta el final de la noche, y conseguirles mesa, por 40 CUC. José, uno de ellos, asegura que no hay línea divisoria entre las mujeres que van a las discotecas y las llamadas ‘jineteras’. «No es que sean prostitutas, es que acá todas van por el CUC y se vienen donde tú estás si los tienes», dice él, quien a cambio de 5 CUC le puede permitir a cualquiera saltarse la fila en el Salón de Música Galeano, tras hablar con un par de miembros del equipo de seguridad del establecimiento. Adentro está lleno de mujeres de vestiditos ínfimos y ajustados como Maryley. Es una joven delgada pero de muslos gruesos, que saca la lengua y la hace vibrar mientras zarandea sus carnes al ritmo de la salsa que hacen sonar orquestas en vivo. No cobra por su compañía, pero solo terminaría esta noche de viernes con quien esté dispuesto a pagarle 40 CUC. En las mañanas, Maryley se enfunda un delantal y trabaja como mesera en un ‘paladar’.
Así se les conoce a los restaurantes en Cuba, paladares, como la cafetería D’Karmita. Ya es mediodía del sábado y el sol no termina de despertar. Bajo el cielo nublado, estudiantes de una universidad cercana se agolpan a la puerta del negocio, administrado por su dueña, Carmén. Le sirve a una joven un plato de spaghetti con salsa de tomate y queso, por 12 pesos nacionales. Sus hijos amasan en el fondo. Sale una pizza especial de carne, con pedacitos desmechados y tiritas de queso, por 20 pesos nacionales. Una página blanca arrancada de un cuaderno hace las veces de servilleta.
Justo al frente hay otra cara de la economía cubana. Un sitio con sacos de alimento desparramados como materiales de una construcción, con requisitos y cifras de cantidades escritas con tiza sobre cartones marrones. Es un centro de despacho de alimentos para las personas subsidiadas. Beneficia principalmente a los ancianos. A cada familia le asignan una libreta. Según la cantidad de personas que la conforman, le entregan su porción de cada alimento cada mes. Por ejemplo, 7 libras de arroz por mes por persona. Así para los granos, el azúcar, el jabón de baño, la leche, el detergente. La que está al frente de la microempresa de Carmén es la Unidad 227, «El papi». «Mi trabajo es usted», es el lema que se lee escrito en un muro. De allí viene saliendo ahora una señora arrugada, con el pelo canoso enmarañado pero recogido. Un par de bolsas le llevan los brazos al suelo. «Nos faltan muchas cosas, pero nos sobra amor y la constancia. No paramos hasta que tengamos lo que teníamos que tener», dice ella, sobre los 54 años de bloqueos y el por qué están en estas en la isla que le ha servido de apellido, además de hogar. Se llama Maida Cuba. Por su edad, es de los que alcanzó a ver cómo era todo antes de la ruptura con Estados Unidos. Da la vuelta sin decir más y se va.
VICTORIA FAMILIAR
Saúl es rojo como una langosta asada y tiene ojos verdes bajo las gafas negras que solo se quita cuando está en su casa. Vive en el sector conocido como los Bloques, en el barrio Plaza de la Revolución, a dos cuadras de los gigantescos retratos de Camilo Cienfuegos, el Che, y la estatua de José Martí. Donde quedan el Ministerio de las Fuerzas Armadas, la Biblioteca Nacional, el Consejo de Ministros, el Ministerio del Interior, y se leen las legendarias frases «Hasta la victoria siempre» y «Vas bien, Fidel».
Su hija está en la escuela Ejército Rebelde, fundada hace 50 años. No se tiene que preocupar por su educación y salud, como ninguno aquí. El Estado lo cubre con los porcentajes que todos pagan cada mes. En esa misma escuela de título aparentemente bélico se graduaron él y sus dos hermanos. Ahora está divorciado y vive con sus papás.
Ha querido venir a brindarme un café, porque soy colombiano. Lo prepara en una cafetera rústica, de un metal rígido pero arrugado. Pregunta si así lo hacemos allá. Le digo que es igual a la que usa mi abuelita. De hecho la entrada a los bloques, sembrados entre matorrales de monte y arena, trae a la mente a La Ciudadela, en Barranquilla. Así como el señor caoba que estaba en el patio, dándole una nueva cara de pintura a una vieja mecedora. Hubo que subir al tercer piso de lo que, por fuera, se ve como un cajón de cemento roído. La escalera está agrietada, el pasamanos oxidado. En la cocina, Saúl enciende la llama del horno con un chispazo que sale de un cable amarrado con cinta plástica negra. «Un invento cubano para ahorrar fósforo», se ríe.
Llega Tony, el padre de Saúl. Exacto a él pero revestido de canas. Tiene 72 años. Hasta el pasado 30 de noviembre trabajó como mecánico reparador de máquinas de coser. Padre e hijo empiezan a hablar del posible levantamiento del bloqueo. «Es una victoria, llevamos cincuenta y pico de años en lo mismo. Ellos se dieron cuenta que a nosotros no nos va a tumbar nadie», dice Saúl. «Son 50 años con la tragedia esta. Que si la gente se va en lancha, que si la gente no puede venir», añade Tony, tomándose el café en una tapa de termo. Tiene cuatro hermanos en Estados Unidos, y un nieto del que solo sabe que se ganó una beca en ingeniería. Por un momento se sientan los tres, junto a la madre -de 81 años-, frente a la pantalla del televisor. Sentados así, juntos y en silencio, recibieron la noticia que confían les cambiará la vida. A ellos y a todos.
El café es potente, sin azúcar, oscuro. Les recuerdo que soy periodista y que vine a ver esto, lo que pasa en La Habana. «¿Y qué pasa en La Habana? ¡En La Habana no pasa nada, chico!», réplica Tony con fuerza. «La economía está muy mala, pero nosotros vivimos. No somos ni pobres ni ricos. No nos morimos de hambre». Lo que pasa en La Habana, pasa en toda Latinoamérica. Excepto los coco-taxis.
Por Iván Bernal Marín
Fotos: Christian Mercado
Publicado originalmente en el diario El Heraldo, como parte de un cubrimiento especial sobre el anuncio de la reanudación de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba.