En el corazón del centro de Bogotá late la champeta. En La Candelaria, barrio antiguamente habitado por virreyes españoles, conquistado hoy por el ritmo legado por los esclavos.
Se concentra en una casona de portones y balcones coloniales, la discoteca Quiebra Canto. Una tribu de descendientes de los presos africanos se la tomó a las 11 de la noche, a punta de guitarrazos, zumbidos, rayones eléctricos, zapateadas y griticos como “¡Huy, qué perreo!…”
Es la Tribu Baharú, que bombea champeta con sangre barranquillera y cartagenera. Esta es la quinta vez que encienden su picó en Bogotá. Como en las anteriores ocasiones, atiborraron el sitio de cuerpos cachacos, suecos, gringos, mexicanos y costeños sacudiéndose a su compás. “¡Hasta te creo!”, se oye el gritico.
Repique de guitarra, bajo, piano, congas; melodías dulces surfeando entre golpeteos rápidos, hipnóticos. Como si de pronto sonaran en vivo esos DVD de recopilaciones de éxitos verbeneros como La boyona, El envenenao, El Akien y otros así que están al fondo de la memoria de cualquier costeño. Como si de pronto cobraran vida tus recuerdos, encarnados en la tarima para darte una cachetada: ¡Baila ombee!
Detrás de las palpitaciones que marcan el paso está el nieto de Ralphy 100, fundador del legendario templo salsero La Cien, declarado patrimonio cultural barranquillero. Es César Urueta, Pocho, quien gira las baquetas y ataca el bombo y los platillos con el frenesí que lo hacía como baterista de No Importa, banda de metal/hardcore nacida en 1997 en Barranquilla, emblemática entre los rockeros costeños.
Una melena de rastas amarillas amarradas sobre la cabeza le caen sobre la frente como una palmera. Ríe, saca la lengua y abre los ojos al máximo mientras toca. “Es el picó viejo. El que vimos en las verbenas. Un sonido tradicional, con un poco de folclor en los tambores, y el vacile de los efectos del pianito”. Pocho trabaja en un call center en las mañanas. Antes de subir y entregarse a la batería, había explicado la esencia de la Tribu. “Ritmos isleños, raggamuffin, dance hall, soca, toda esa película, todo Caribe”.
En la discoteca hace frío, y él está descamisado, con un chaleco de pelos blancos y un collar de colmillos. Los otros 7 miembros de la banda le llaman ‘matagatos’, una metáfora mamagallística en alusión a su línea metalera. Pocho reconoció sonriendo que “sí hubo una época de ‘matagato”; pero se reencontró con sus raíces, con lo que le gusta más, lo que le recuerda a su abuelo.
Hay poca luz, y el baterista usa gafas oscuras. Los cartageneros de la tribu le dicen también que es el coleto del grupo. Aunque, en realidad, todos se ven como unos coletos sin redención. David Cantillo, Malpelo, es uno de los cantantes, y usa lentes redondos de marco dorado. “Un mamonazooo, con la punta el palo bien duro te voy a daj”, canta, bailando como si caminara hacia atrás; erguido, sacando la barriga, sin moverse de una baldosa.
Malpelo es cartagenero. Es cantante también de la orquesta de salsa La 33, que lleva ya 8 años sonando en circuitos salseros. Fue uno de los que encendió la mecha de la Tribu Baharú, cuyo primer ensayo fue el 10 de septiembre de 2010. “Por lo caribeños que somos, por meter esta música en el interior del país; por darla a conocer, por eso trabajamos con la champeta”.
Malpelo viste gorro y mantón con estampados de jefe africano. De hecho el segundo cantante se hace llamar Shaka, como el jefe tribal zulu. Él versea, contorsiona y brinca tan estrepitosamente como es posible en los límites del ritmo; hace girar cientos de perlas en sus collares y pulseras. También desafía a las bailarinas que forman parte de la audiencia a duelos de sacudidas pélvicas. De día es un técnico de celulares, que disimula bajo gorros unas rastas que le llegan a los hombros.
En el bajo está Chindo Bass, “bocachiquero fino”. Detrás del piano está el cartagenero Héctor Cedeño, que es profesor en la Fundación Compartir. Y a un lado está Monosóniko Champetúo atacando un teclado más pequeño, con la velocidad de un ejecutivo atrasado en la entrega de un informe. Viste cachucha, pantaloneta y unas mangas fosforescentes, como de mototaxista.
“El viaje es que es una música pa’ los bailadores, pa’ que la gente baile, brinque, sude”. Golpetea un Casio SK5, ante un telón de tonos caleidoscópicos. Este aparato descontinuado en los 90 es, a la champeta, lo que el acordeón al vallenato. Sus efectos de percusiones, ecos y reproducciones de sonidos le dieron la identidad a los registros de champeta. “Los picoteros lo cuidan más que a su mujer”. Las clásicas terapias africanas circulaban en versión original, acompañadas de un remix reinterpretado con el SK5.
“Esta es la cultura suburbana autóctona contemporánea de Colombia, aunque tenga rato de recorrido con el picó como epicentro”. Monosóniko aprendió a manejar el SK5 cuando asistía a las verbenas de su barrio, Simón Bolívar, cuando vivía en Barranquilla. Decía que había dos por cuadra. Así, algunos componían versos, mientras él “iba ‘pillando’ la jugada, haciendo el ‘vacile’ con los vecinos. Llegó el momento que empecé a desarrollar mi propuesta como DJ”.
El solo de guitarra se va agudizando, acelerando, brillando, transportando la mente a la playa, a cocos, a piñas coladas. Boris Torres, ‘Turbaquero Tirapiedra’, zapatea y flexiona las rodillas mientras sus dedos cosquillean las cuerdas. Los miembros de la Tribu Baharú son músicos que habían participado en otros proyectos y se encontraron en la capital del país. Sintieron el lejano llamado de África en el altiplano.
Boris es uno de los fundadores de la Tribu. Estudió contaduría y es profesor de música. Gorra militar, barba, pantaloneta, tennis. También fue un ‘matagatos’, que para prepararse para tocar rock entrenaba con la terapia africana que acompañó su niñez. “Queremos manejar el performance del picó que vimos cuando éramos niños, toda la vivencia del barrio, del bailador, las fiestas populares, el animador, el vacilón musical… porque el cachaco nunca ha conocido eso”.
Un ‘revival’ champetero orquestado. Una gesta en la que los miembros de la Tribu quisieran sentirse acompañados. “Anteriormente sí se veían bandas de champeta, ya no se ve este viaje picotero en vivo”, dijo Monosóniko. “Hay mucho de lo que llaman Sound System, un man con el aparato y versiones de pistas, por abaratar costos”, dijo Pocho. “Lastimosamente en mi tierra no le dan el merecido reconocimiento al artista, no le pagan como se debe y les toca con pista por economizarse la banda”, dijo Malpelo.
Por esa nostalgia, optan por evolucionar la misma pureza del sonido autóctono, en lugar de entrar en la ola de fusiones electrónicas que se extiende en el país. “Bomba Stereo, Sistema Solar, ellos han cogido cositas, pero acá esta vaina es pura. Tiene mucha acogida. La vaina es que un picó no te lo puedes llevar a Europa ni EU. Imagínate la requisadera”, dijo Boris.
Ahora da pases suaves en tarima, y la guitarra chilla su apuesta por el punteo original. Zumba el bajo como un enjambre, estalla la batería, chispazos ácidos, trenzas se revuelven, escotes sudan, caderas contonean y se juntan. El centro histórico de la capital del páramo seguirá siendo penetrado por el sonido histórico de las islas hasta el amanecer.
Porque Monosóniko acaba de poner a sonar su placa a la 1:45 de la mañana: “Desde una islita anclada en el Caribe colombiano, 9 cimarrones escaparon con la misión de ponerlos a gozar, a vacilar… porque su música es diseñada para los pies, para el alma, para bailar y para gozar, ¡esto es la Tribu Baharú!”. La última venganza de los esclavos. Con seguridad los fantasmas de los virreyes estarán revolcándose en su tumba, pero bailando.
Por Iván Bernal Marín
Publicado originalmente en la revista Latitud del diario El Heraldo
http://www.elheraldo.co/node/44650