Exorcizando tambores

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Hay unos tipos tocando tambores a las 12:45 de la madrugada en la plaza Lourdes. “… se llama Chaestás, es una yegua muy buena, por eso no la vendo… ¡arré-Chaestás! ¡arré-Chaestás!”, retumban sus voces en la desértica llanura de cemento, ante la mirada ciega y para siempre consternada de Jorge Luis Borges.

La foto del escritor argentino es parte de una exposición instalada por la Embajada de México. Al frente, un barranquillero con pasamontañas y bufanda toca el cencerro, esa campana que cabe en la mano; un bumangués de ruana nariñense y mochila arhuaca sacude la guacharaca; una bogotana delgada y bajita agita las maracas; un metalero golpea el bongó, y una especie de rastafari rolo de origen barranquillero ataca la tambora.

“¡Ole le le! ¡ola la! Junior tu papá, los demás valen mon…”, el coro iniciado por el barranquillero, Abel Meza, resuena en los muros de la iglesia Lourdes. En sus 110 años de haber sido fundada, debe haber albergado toda clase de descargas sónicas en son de alabanza. Nunca semejantes prédicas. Hace unos meses entró en la onda que se ha extendido en toda Bogotá: está sembrada de andamios, bolsas de cemento y cintas amarillas, por una obra de restauración y reforzamiento.

Abel batea el cencerro abriendo cara y ojos al máximo, meciéndose, sacudiendo hombros, demostrando lo que llaman ‘sabor’. Estuvo trabajando de la 1 de la tarde a las 11 de la noche. “Me iba pa’ la casa, pero escuché y… ajá”, explicó al llegar, hace ya una hora. Tiene 27 años, y hace 3 arribó a esta ciudad. Hace 3 años que sus manos no se batían con más ritmo que el necesario para preparar perros calientes. Nació en el barrio Limoncito. En Barranquilla, trabajó en sitios de comida rápida como Dónde está Javier y Betos.

Y también era músico. Pero es el sabor culinario el que le da para vivir en la capital del país; el musical permanecía coartado.
Antes acompañaba la comparsa La Revoltosa; tocaba en el desfile de La Guacherna, y en la Batalla de Flores. Está entrenado para resistir largas jornadas de rumba nocturna, tras largas jornadas laborales diurnas. Pero “desde que estoy acá no rumbeo. Para que alcance la plata”. Esta rumba improvisada, gratuita, callejera, le sienta perfecto; un destello de Carnaval surgido de la nada en junio, sin maicena ni calor.

Disfruta profanar los alrededores del templo. “El gato volador, el gato volador, kumbara, kumbara…”, canta ahora (una voz aguda que nadie sabe de dónde sale agrega “fue horrible”). Procura que el ritmo penetre a los que a esa hora pasan. Los que van saliendo de los bares de la carrera 11. En un solo callejón, frente a la iglesia en medio de la plaza, convergen bares de rock, salsa, reguetón y rumba LGBTI. A una cuadra hay burdeles. Neones de todos los tonos rodean la penumbra naranja que cubre Lourdes. Esta tiene reputación de ser una zona de alta peligrosidad; además, es un reconocido punto de ventas de cocaína y marihuana, camufladas en carritos de tinto. La plaza está en el corazón de Chapinero, barrio declarado como zona de tolerancia.

De un bar crossover salieron dos de los bogotanos que tocan con Abel. “Los tambores nos llamaron, y llegamos acá”, dijo hace un rato Diana Samboni, 25 años, hija de un santandereano y una huilense. Es blanca como el cuero de los bongoes. Estudia licenciatura en artes, y allí conoció amigos que “me llevaron por el camino del folclor costeño”. Sacude las maracas sin perder el ritmo. Se le nota que ha estudiado.

No tanto a Félix Vargas, 28 años, hijo de paisas. En las mañanas es guitarrista de una banda de trash metal, SoutKai. Esta noche experimenta una agresiva transformación a bongocero, aunque a cada minuto parece tocar una canción diferente al resto del combo. Acaba de confiar algo, que quizá ignoran sus compañeros metaleros. Para hacerlo usó términos costeños: “desde que era pelao empecé a escuchar a Carlos Vives; empecé a tocar guitarra a los 11 años”.

“Se encojó, se encojó, se encojó mi caballito, le le le le leiiii, cogió un trago y se lo empujó”, se le oye a la 1:10 a.m. de este sábado a la voz principal, Jenni Hernández, el moreno de piercings y trenzas rasta rubias. El dueño de los instrumentos. Está aquí sentado en las escaleras desde las 10:30 de la noche del viernes. Cada 20 o 30 minutos ha repetido el coro del ñato “mama-ron… mama-ron”. Mientras el grupo piensa a qué nueva canción pasar, suena el loop hipnótico del “mama-ron”.

En torno se han agolpado unas 150 personas. No hay frío ni llovizna, solo una brisita que arde en las mejillas. Se han formado islas humanas que beben cerveza en la plaza o vino en los bordillos. Parejas bailan cumbia como si fuese vals de quinceañero.

Una joven con media cabeza rapada bosteza, y un tipo de moña crespa y sonrisa imborrable propaga un olor a incendio forestal. Un indigente demuestra más ritmo que muchos, sin desplazarse de una baldosa; tiene el pelo como un acordeón negro, y su cara flaca se ve diminuta en un cuerpo gordo por las múltiples capas de buzos que viste. El lenguaje de la música une a todos, y los mantiene hipnotizados a base de ritmo.

De pronto suena el silbido de una harmónica, que para todos los efectos termina siendo la trompeta de la velada. El músico callejero Jimmy Aponte desencadena una tanda de media hora de salsa con sus pulmones. Por segundos fugaces se detiene como si fuera a tomar aire, pero saca y empina una botellita de aguardiente guardada en el bolsillo de la chaqueta.

“Descanse, que le va a salir es callo”, le grita a Jessi. A las 2:05 a.m. el moreno se aparta de la percusión y se levanta, solo porque se le estaban encalambrando las piernas. Jessi tiene 23 años. Nació en Bogotá, pero su mamá, Luz Meza, es caleña; y su papá, un músico barranquillero: Reinaldo José Hernández. “De ahí viene el revuelto. Él tocaba con Totó, y conoció a mi mamá en el Ballet Colombia. Ella fue la primera bailarina”.

Jessi es músico desde los 3 años. “Lo primero que toqué fueron las maracas”. Ha estado en los carnavales con El Gran Carajo. Vive a 6 cuadras de la plaza, con dos compañeros. Con ellos estaba practicando en casa, cuando “se nos dio por salir a tocar al aire libre, para ver la respuesta de la gente”. Es la primera vez que lo hace. Podría decirse que sintió un llamado de sus raíces costeñas; o que lo hizo para evitar que el alboroto causara problemas entre los vecinos. Acá, ni las estatuas de santos en la iglesia, ni las fotos al frente, se quejan.

Mientras habla llega un acróbata, se monta una bicicleta en la barbilla y empieza a pedir monedas. “¿Y vas a cobrar?, …todo el mundo me debería a mí la casa”, le responde Jessi. En la noche de este sábado que apenas empieza, después de que el sol salga y se vuelva a ocultar, tendrá una presentación con una orquesta de salsa. El conjunto cobrará $300 mil por hora, de los cuales él ganará unos $70 mil. Por las más de cuatro horas que lleva tocando en la plaza, como mucho ganará un espasmo, un resfrío o una laringitis.

Igual vuelve, se sienta y sube el nivel. “La vamoa entuba… entúbenla pero que entúbenla”, canta riendo, hacia una joven apretujada por su pareja en una sinuosa agachada. Entre los presentes, solo Abel y otro más entienden el modismo barranquillero.

Además de la probable convalecencia a punta de aguapanela caliente, he allí otro trofeo para Abel y Jessi: podrán decir que se parrandearon la peligrosa plaza Lourdes. Son los sacerdotes de este rito, organizado para reprender la gris monotonía capitalina, la austeridad, la formalidad, la solemnidad. Son los exorcistas del espíritu de la cachaquidad.

Una moto de policía pasa, pero se hacen los Borges. Y vuelve y suena… “mama-ron”.

 

Por Iván Bernal Marín

Publicado en Latitud, diario El Heraldo, 3 de julio de 2011
http://www.elheraldo.co/reportaje/exorcizando-tambores-27831

 

Acerca de Iván Bernal Marín

Editor y periodista con estudios en filosofía. “La libertad del cronista permite contar mejor la verdad”, EMcC.
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