Hay una aldea donde en vez de monedas o billetes, las palabras escritas son el principal objeto de intercambio; allí convergen todas las letras que han escrito todos los hombres en la historia, y las que faltan. O eso parece, si usted camina por los adoquines rojos de la calle 15 entre carreras 8 y 10 del centro de Bogotá.
Los cuentos completos, de Germán Espinosa, Las Aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain; Toda Mafalda, de Quino; l sueño del Celta, de Mario Vargas Llosa y El gran diseño, de Hawking. Además, Harry Potter, Walter Riso, Deepak Chopra, Vanity Fair, Pulgarcito, Condorito, X-Men y Alf. Le salen al paso alfombras con textos de todo tipo; los ve colgar de cables, formar altas paredes sobre estantes, o rebosar los cubículos de un edificio de dos pisos: el Centro Cultural del Libro.
Este cumple la misma función de las iglesias en los pueblos. Alrededor se articula la vida de la aldea librera, con decenas de ventas ambulantes sobre taburetes, y decenas de locales de librerías con avisos tipo peluquería: Yeimi’s, Katherins, Afrodita, Omar, Sagitario y Richard’s.
Adentro, en el primer piso del templo suena El santo cachón. Ese vallenato noventero, alegre himno de tantos tristes, brota de un radiecito incrustado entre murallas de hojas amarillentas, en uno de los 350 negocios de compra y venta de letras en el lugar. Es el de José Iván Cabrera. Nació en Huila hace 65 años, y hace 22 fundó este local, “El Intelectual”. Él viste un buzo de lana beige, y una corbata azul. Lleva bigote.
Arriba de su cabeza, de una varilla en el techo, cuelgan algunos de los 1.500 libros que ha comprado y regateado, como: Kama-Sutra Ilustrado, El Drogadicto y la familia, y un compendio de reseñas bajo el nombre de Películas tristes. “La gente trae sus libros de segunda y se les cambian. A veces dan el libro y un poco de plata por otro que buscan”.
La valoración se realiza según “la temática, la actualidad, el autor y el estado de conservación”.
Algunas veces, es a José a quien le toca pagarles algo a los que traen títulos recién publicados, para intercambiar. “El libro ha bajado mucho por eso del Internet, las universidades muchas tienen sus bibliotecas, y sacan fotocopias. Las ventas no están tan bien, estamos es sobreviviendo”.
Son las 9:10 de la mañana del viernes. El jueves las ventas de José apenas le alcanzaron para reunir $35 mil.
En un buen día, en fechas de inicio de calendario educativo como febrero o julio, alcanza $70 mil. Apenas la mitad de lo que conseguía a diario hace un par de años; o en las épocas gloriosas como vendedor callejero en la plaza de San Victorino, antes de que lo reubicaran.
En la aldea también hay espacio para otras cosas. Al frente del templo suena un chillido de Trance, y en lugar de libros hay portadas de dvd piratas de juegos de X-Box. También hay indigentes merodeando, carritos de tinto y arepae’huevos, la cevichería El Pulpo, palomas escapando pisadas vadeando un río de transeúntes, y parrillas de arepas paisas humeando. Antonio Hurtado come una mientras espera que abran Merlín. Son casi las 10, y las persianas metálicas de muchos negocios siguen abajo. Antonio es de Ibagué, tiene 36 años y va a comprar La Odisea. Cada dos meses pasa a comprar un libro. Aún no se ha terminado el último que compró, Marco Polo. Antonio es militar.
Los clientes más usuales son estudiantes como Cindy y su novio Juan, de paso hacia una universidad del Centro. Él vino por Vida de un escritor, de Guy Talese. Lo encontró en la librería Arte y Libros a $30 mil, $25 mil menos que en librerías de centros comerciales. Viene con las páginas sucias, marrones en los bordes, pese a estar forrado tras una sospechosa bolsa transparente. Ella acaba de descubrir que el libro que compró hace dos días en un centro comercial para sus clases de francés, Alter Ego, cuesta aquí $75 mil. Allá le costó $100 mil.
Para llegar a la villa del libro usado, Juan y Cindy tuvieron que pasar por callejones de adoquines, bajo balcones de madera y enredaderas de flores, tejados rojos y columnas de mármol, con arcos y cristales. Ese paisaje republicano la hace idéntica a cualquier esquina del centro amurallado de Cartagena, solo que con aire acondicionado.
En el camino les ofrecieron Casi toda la Verdad, de Maria Isabel Rueda, a $10 mil, y tras una bolsa parecida al de Talese. “Revíselo, tiene las páginas completas. Si me lo trae después, se lo recibo y le devuelvo $3 mil”, dijo la vendedora. Juan lo revisó, pero no para comprarlo. “Esas bolsitas se las ponen ellos”. Fue curiosidad, para verificar si era como la versión que compró de El silencio no termina de Ingrid Betancourt, que salta de la página 46 a la 70, sin explicación. Aún siente curiosidad por ese tramo del drama, perdido para siempre en el hoyo negro de la piratería.
En Arte y Libros, los atendió Isabel Vargas, vendedora de libros desde hace 40 años, cuando su pelo aún era negro, sin canas. Es una lectora de profesión. “Hay que leer mucho, para enterarse de qué libro nuevo llega. Es una obligación y un gusto”. Explica que la literatura, y los textos universitarios e infantiles, son los que menos han decrecido en ventas. “Los libros antiguos no los encuentran en Internet”. Las enciclopedias o documentos culturales, sí que no los compra nadie”.
De la puerta del negocio de Isabel cuelga una cartelera con ejemplares de Santo El enmascarado de plata, Kaliman, Kendor, Batman y un Superman ingenuo. “Es lo que más se vende. Hace 40 años la gente se divertía y aprendía a leer con eso”. Los vende desde $2 mil, hasta $10 mil. Son reliquias, valiosas para algunos, “toca rebuscarse con eso porque el Internet acabó el problema del libro”.
Algunas semanas vende hasta 50, otras, ni uno. Suelen llegar a sus manos cuando el dueño original fallece, y los hijos o esposa “salen a vender lo que tiene el señor. No saben su valor”.
A dos cuadras hay otra aldea librera, El Tercer Milenio. Aquí no hay sábanas cubiertas de portadas desteñidas, sino dos largos pasillos con unos 100 cubículos. Desde uno se desparraman cajas de cartón y miles de revistas. Un tipo de barba roja, tenis de cordones rojos, un ojo café y otro azul, está sentado en la puerta leyendo una Gatopardo. Es Pablo Cañadulce, un bogotano que lleva 10 años vendiendo libros para vivir. Cada vez le resulta más imposible. Antes vendía cinco libros diarios. Ahora, tres como mucho. Y los precios están bajando. “Uno se guía por el precio de catálogo, y le rebaja 40%”. Pero consigue algo que pocos disfrutan y muchos añoran: trabajar con lo que lo apasiona, leer, leer y leer. “Los más o menos nuevos los compro a $7 mil y los vendo a $15 mil. Eso uno que en el mercado valga $35 mil”. Él, como todos en esta y la otra aldea, sienten que viven de un sueño que muere.
Mientras llega algún cliente a preguntar, lee Las aventuras de Sherlock Holmes, cómics como El eternauta, o cuentos de autores latinoamericanos como Julio Cortázar.
Antes de Twitter, Facebook y los blogs, Cortázar había descrito en su cuento Fin del mundo del fin, los peligros de la sobreabundancia de escritores y publicaciones. Claro, él habla de un mundo consumido por impresos; relata cómo llegan a haber tantos que es necesario usarlos como ladrillos para construir casas; terminan amontonándose en el fondo del mar hasta secarlo, luego formando montañas en las ciudades; al final, condenan a los lectores y escribas al aislamiento, a la extinción.
José, Isabel y Pablo, no escriben nada. Promueven el reciclaje de la lectura, ante el torrentoso caudal de textos y publicaciones desbordándose desde computadoras. Como en el cuento, son las mismas letras las que amenazan con extinguirlos.
Por Iván Bernal Marín
Publicado en El Heraldo
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